Desde mi ventana: El cuento del íncubo
«Su revolución tuvo éxito y acabó decapitando a sus mayores, desposeyendo a su Clan de sus principios e inoculando en sus compañeros el virus del miedo»
«Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero. Sálvate. Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo. No te vas a volver más joven. Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor». (Comienzo de la novela Asfixia, de Chuck Palahniuk).
Érase una vez una maravillosa, orgullosa y lejana tierra, hogar de una gran nación, dotada por el Creador de todas las bendiciones que un pueblo puede soñar. Sus ríos eran caudalosos, sus valles verdes y fértiles, su clima plácido, sus tierras ricas y sus pueblos diversos. Era el reino de los Afortunados, no solo por los dones que había recibido sino porque sus habitantes los habían multiplicado convirtiéndolo en uno de los pueblos más ricos del planeta. Sus habitantes eran, solamente por el hecho de nacer allí, unos auténticos privilegiados. Los Afortunados estaban dotados de un carácter alegre, pero eran también serios y trabajadores. Se habían labrado un futuro a base de grandes sacrificios, inteligentes descubrimientos y valientes conquistas. No había sido una labor fácil, y estaban enormemente agradecidos a sus antepasados. Los Afortunados habían olvidado sus diferencias, sus luchas fratricidas, y vivían en pacífica convivencia. Formaban un pueblo muy homogéneo, aunque estaba abierto a recibir a nuevos vecinos de ideas y religiones distintas. En esencia, no albergaba grandes diferencias entre sus habitantes, salvo matices casi imperceptibles en cuanto a variantes lingüísticas, acentos y peculiaridades locales. Herederos de los pueblos más sabios, eran una mezcla de árabes, judíos, visigodos, fenicios y romanos. Su cultura, su arte y especialmente su lengua, eran la envidia de los pueblos colindantes. Habían crecido entorno a su tierra, sus familias, sus tradiciones, su cultura, su religión y sus logros sociales. Por todo ello era una de las tierras más queridas y visitadas por sus vecinos.
Todas sus tribus estaban unidas bajo el mando de un joven Rey y habían aprendido a apoyarse en unas nobles normas básicas de convivencia que habían aprobado entre todos. Por esas normas habían luchado sus abuelos, y habían muerto sus antepasados.
Ahora lo tenían todo muy fácil, solamente habían de mantener su rumbo, trabajar duro, y gestionar el tesoro que el destino les había otorgado y que ellos habían acrecentado.
El pueblo de los Afortunados elegía a sus dirigentes libremente entre los distintos Clanes de gobernantes. Los elegidos por el pueblo se sentaban en un gran consejo de sabios, unos a la derecha, algunos en el centro y otros a la izquierda. Era un pueblo tan generoso y libre que también permitía que los Clanes de las tribus rebeldes del país participaran y tuvieran sus representantes. Cada Clan tenia sus ideas particulares de cómo gobernar al pueblo. Pero apenas dos de esos Clanes habían conseguido tomar el mando de la nación en toda su historia, y gobernar en nombre del Rey.
En los últimos años, floreció un oscuro Clan de nuevos aspirantes a gobernantes, que llamaremos la Secta. Surgida hace pocos años, estaba liderada por unos jóvenes rencorosos que solamente anhelaban dividir al pueblo, sembrando la semilla del odio. Su intención era la de catalogar a las gentes entre buenas y malas. Pero, en esencia, lo que realmente querían los miembros de la Secta era imponer sus ideas totalitarias y arreglárselas para vivir a costa de los humildes trabajadores que decían defender. Estos Sectarios eran herederos directos de un siniestro movimiento cuya bandera era la «Igualdad». Sus ancestros habían sembrado revoluciones y gobernado criminalmente muchos pueblos más allá de los mares, donde solo recogieron desolación, pobreza, sangre y muerte y, sobre todo, desigualdad. Pero los renovados y audaces mensajes de la Secta, adornados con una capa de igualdad, captaban a seres sin profundas convicciones, descontentos y desnortados. Los Sectarios sentían rencor y desdeño hacia el pueblo llano, compuesto de sencillos trabajadores, felices con sus familias, fieles al legado de sus abuelos, y orgullosos del fruto de su trabajo. Sabían que las nuevas generaciones no conocían el origen maligno de la Secta. Así, podían libremente reinyectar la ponzoña de sus mentiras en los jóvenes aturdidos. Pese a su empeño, la Secta no era muy numerosa y no podía realmente materializar su odio en daño concreto.
Pero, en esos mismos tiempos, el Clan de gobernantes que se sentaba a la izquierda en el consejo de sabios se encontraba descabezado. Este Clan había sido fundamental en el progreso de la nación, pero ahora se encontraba a la deriva y sin jefe. Por lo tanto, se reunieron y eligieron como líder a un joven bien parecido, buen comunicador, pero pobremente preparado para esa labor. Algo tramposo con sus estudios, vanidoso, flojo para el trabajo, simpatizaba con la peligrosa Secta en privado, aunque los detestaba en público. Los viejos de su Clan se dieron cuenta rápidamente de su escasez de escrúpulos, y entendieron el peligro que entrañaba. Lúcidamente, le removieron de su posición de liderazgo y le quitaron sus galones. En un acto de nobleza, antepusieron los intereses de su pueblo a los de su propio Clan.
Pero el joven líder era muy terco. Su fuerza residía en su ego magullado y en un profundo pánico al futuro. Tenía que retomar su antigua posición de liderazgo a toda costa. Era un gran orador y temible manipulador. Con esos mimbres sacó su manual de resistencia y se alió con los jóvenes que no tenían poder en su Clan. Su revolución tuvo éxito y acabó decapitando a sus mayores, desposeyéndolo de sus principios e inoculando en sus compañeros el virus del miedo. Lo convirtió en un instrumento de su propia ambición, y a sus compañeros los transformó en paniaguados.
Con el ímpetu que le había proporcionado el asalto al liderazgo del Clan, logró ganarse el favor minoritario de los representantes de varios Clanes de aspirantes a gobernantes. Así, por la puerta de atrás y astutamente, se alzó con el mando del pueblo de los Afortunados. Lo consiguió aliándose con todos los insurgentes y los Clanes rebeldes de la nación. Pese a prometer que nunca pactaría con ellos, urdió el plan con un sangriento Clan de asesinos del norte, con el Clan de los herejes del norte y el Clan de las tribus rebeldes del noroeste. Aplacó a sus seguidores, alarmados de su nueva y perniciosa compañía, dando su palabra de que esta alianza era temporal, y nunca pactaría con los malvados Clanes. Pero, llegada la hora de la verdad, el gobernante renunció a todas sus promesas y compromisos. Traicionó a su propio Clan desdiciéndose de todas sus palabras y cobardemente dejó entrar a la peligrosa Secta en el gobierno del pueblo.
La nación, como si fuera víctima de una maldición del Antiguo Testamento, sufrió una feroz plaga que la asoló. El joven líder, incapaz, pues nunca había tenido un trabajo de responsabilidad, ni experiencia alguna de gestión, se dedicó exclusivamente a lo único que sabía hacer bien: proteger su mando, gestionar su propia imagen y mentir para tapar sus deficiencias.
Para comenzar, repartió el escaso dinero del tesoro Real entre los grupos de comunicadores, para que le rindieran pleitesía. Con la ayuda de la Secta, se rodeó de comités de sabios inexistentes y desbordado por los acontecimientos decidió esconder a la mitad de los cadáveres que dejó la plaga. Decenas de miles de abuelos de la nación perecieron como chinches, abandonados por el jefe de la Secta, el cual era precisamente el responsable de su bienestar.
Mientras, el joven líder se fue de vacaciones durante un mes a los palacios del sur, siempre a costa del tesoro Real. En lugar de preparar a la nación para un segundo ataque de la plaga, retozó en las albercas bajo el suave sol de los mares del sur. Por culpa de su incapacidad para gobernar, y por la temible ferocidad de la plaga, sumió a la nación en el caos. Los Afortunados fueron el pueblo más afectado de su mundo por la plaga y la más afectada económicamente. El joven líder convirtió al pueblo de los Afortunados en unos apestados a los que nadie quería recibir en sus fronteras. Fueron en el hazmerreír de sus vecinos.
¿Qué hizo el pueblo?, se preguntarán.
En lugar de rebelarse contra él y sus acólitos, la gente se mantuvo anestesiada, embelesada en batallas culturales que el mismo líder lanzaba hábilmente para evitar que se hablara de la catástrofe. Iba inoculando hábilmente en la población el veneno del enfrentamiento entre las tribus. Inyectó ladinamente la toxina de la confusión y el miedo, y el pueblo continuó caminando hacia el abismo. El joven líder culpó de su mala gestión a los demás Clanes y sus gobernantes locales. El pueblo, manso, arrodillado, no despertó. Tampoco despertaron sus compañeros de Clan, aterrados por el poder del líder.
Mientras la gente estaba sumida en la pesadilla de la creciente pobreza, el joven líder decidió asestar a la nación un vejatorio y rastrero golpe de traición. Pactó con el Clan de los sangrientos asesinos rebeldes del norte, que en el pasado habían acabado con la vida de niños y mayores. Esta demoníaca facción era la que asesinó en el pasado a muchos compañeros de Clan del joven líder. Ni el pueblo, ni su Clan rechistaron.
Mientras dilapidaba el tesoro Real en gastos disparatados, prometiendo oro a todos sus gobernados, pactó con todos los enemigos del Reino para seguir en su poltrona. Sabía que para culminar su asalto al poder tenía que librarse de la última línea de defensa de los principios básicos de la nación. Tenía que atacar al máximo garante de la libertad, a la voz cuyo único objetivo vital era servir al pueblo. Traicionó a su propio Rey, al mismo que había jurado lealtad solo unos meses antes. Junto con sus acólitos de la Secta le apuñalaron por la espalda. El monarca, el representante de todos los habitantes del reino, el pilar de la nación, aguantó el golpe con nobleza y altura de miras, y se preparó para defender los principios básicos de la nación.
El pueblo se asomaba al precipicio. Estaba en una histórica encrucijada: víctima de los parásitos en el poder, acorralado por la enfermedad, amenazado por la ruina.
O reaccionaba o caía en las profundidades del abismo de la desesperación.
(¿Continuará?)
«Los cuentos de hadas superan la realidad, no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos». (G.K. Chesterton)