El fruto prohibido
«El retorno del populismo tiene que ver con esta pérdida. Buscamos desesperadamente una identidad que nos ayude a echar raíces, aunque sea –¡ay!– expulsando a los demás»
La lectura del Génesis relaciona la caída de nuestros primeros padres con el fruto de un árbol prohibido. «No moriréis de muerte –leemos en la Septuaginta–, pues sabía Dios que el día en que comiereis de él se abrirían vuestros ojos y seríais como dioses, conociendo el bien y el mal». Y la mujer comió de ese árbol y luego el hombre y, a continuación, fueron expulsados del Edén y empezó la larga senda de la humanidad perdida, lo que hoy llamamos Historia.
En realidad, la Biblia no dice que fuera un castigo sino una consecuencia. Con el fruto prohibido surgió también la civilización, el lenguaje metafórico, el ansia y el anhelo de conocer. En su monumental libro sobre el Génesis, Leon R. Kass, profesor de Bioética en la Universidad de Chicago, coincide con Yuval Levin en que, al pecar, el hombre se hizo en efecto como los dioses y su mirada se abrió a la realidad: «El hombre no murió inmediatamente -sostiene Levin-, pero lo hará y ahora lo sabe. La conciencia de la muerte ha entrado en su vida y los ojos del hombre se han abierto mostrándole su debilidad». Se trata de una interpretación plausible, en la cual asoma el abismo que también nos constituye. El conocimiento nos acerca a los dioses, aunque plantea asimismo nuevos interrogantes y esboza el perfil del miedo y del terror, ese gran enigma del sentido de la vida.
Puesto que la civilización nació con el primer pecado, Antonio García Maldonado se pregunta en su reciente ensayo El final de la aventura qué sucederá al término de este camino. Son miles y miles de años que desembocan en una época con pretensiones posthumanas. Hay ahí algo de nietzscheano –como supo ver Ernst Jünger– y que admite una multitud de lecturas: del homo deus de Yuval Harari a las profecías apocalípticas que ven al trabajador como un detritus del capitalismo. La ciencia ha abierto puertas insospechadas, las cuales nos conducen a nuevos palacios del saber, a salones que permanecían ocultos apenas unos años atrás. Y, sin embargo, a medida que avanzamos más y más, la fragilidad humana se hace también más patente. “Me pregunto si ahora sabemos demasiado”, escribe García Maldonado en línea con la maldición antigua del Génesis. Asemejarse a los dioses se traduce en una especie de debilidad antropológica, en una visión prometeica del hombre. «La épica de nuestro tiempo no nos necesita –leemos en El final de la aventura–, y de ahí a sentir que sobramos solo hay un paso». ¿Qué puede hacer nuestra inteligencia frente a la magnitud del despliegue frío y matemático de la inteligencia artificial? ¿Y el trabajador frente a la robotización? Los algoritmos de Facebook influyen sobre el resultado de las elecciones, el cambio climático amenaza con llevarnos a una nueva era geológica, el big data y el análisis cuantitativo adquieren componentes dogmáticos. En efecto, ¿dónde se encuentra aquí el hombre? El rumbo del conocimiento –que es, en definitiva, el rumbo de la aventura– nos conduce de nuevo fuera de un espacio al que quizás no llamáramos Edén, pero que al menos era un hogar: el nuestro.
El retorno del populismo tiene que ver con esta pérdida. Buscamos desesperadamente una identidad que nos ayude a echar raíces, aunque sea –¡ay!– expulsando a los demás. Si se confirman las tesis tecnoutópicas, algún día se impondrá una nueva especie posthumana, manipulada genéticamente con carga sintética, componentes híbridos y conectada a través de sensores con la Inteligencia Artificial. Será el fin del hombre tal y como lo entendemos. En sus Cuatro Cuartetos, T. S. Eliot escribió un verso profético: “In my beginning is my end”. Es la experiencia de nuestro tiempo. Al inicio hubo una expulsión. Al final de la aventura parece que también. O no. Pero eso ya depende de nosotros.