THE OBJECTIVE
Anna Grau

El populismo en el tocador

«Una de las diferencias más sangrantes entre la política “normal” y la populista es que esta última saca lo peor de las personas»

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El populismo en el tocador

Marty Lederhandler | AP

El resultado de las elecciones americanas ha sido para mucha gente una sacudida tan política como emocional. Para mí también. Se da la circunstancia de que la noche de 2016 en que Donald Trump se aupó a la presidencia fue muy dura y muy triste para mí. Y no sólo porque yo fuese partidaria de Hillary Clinton, que lo era. Esa noche vi de cerca la cara más fea del populismo. Y cuando digo que la vi de cerca, quiero decir que la vi en el tocador. Que dañó mi intimidad de un modo quizás irreparable.

Yo estaba apurando los últimos coletazos de una relación de pareja probablemente ya tocada de muerte a aquellas alturas, pero que había sido muy extensa e intensa. No hablamos de una relación de pareja cualquiera, ni de las más fáciles de entender. Se suele decir que las mujeres amamos a quienes admiramos. Yo no me atrevo a hablar por el colectivo femenino en su integridad, pero desde luego, para mí, la complicidad y el respeto intelectual –cierta devoción, incluso- son cemento casi inexcusable del amor. No concibo amar desde el desprecio.

Que conste que el aprecio tampoco exige estar de acuerdo en todo. Qué me van a contar a mí, que llevo media vida defendiendo el núcleo duro de mis afectos de ese ácido corrosivo llamado Prusés... Jamás he cerrado las puertas de mi corazón a nadie por compartir más o menos sus ideas, siempre y cuando tuviese la razonable seguridad de que determinados valores esenciales estaban más o menos en su sitio. Empezando por la tolerancia y acabando por la humildad: ¿cuánta gente es en la práctica bastante menos de izquierda de lo que en teoría se cree y proclama? O de derecha, lo mismo da.

Yo sabía que mi pareja de entonces era o creía ser de Trump[contexto id=»381723″]. Él sabía que yo no lo era. El tema había sido objeto de mutuas pullas y de abundantes chanzas, incluso de algún que otro debate acalorado. Hasta la noche aciaga del 8 de noviembre de 2016. Según pasaban las horas y al otro lado del océano se cerraban millones de colegios electorales y empezaba el titánico recuento, no me pregunten por qué, el hombre que esa noche iba a dormir a mi lado en una hermosa habitación abuhardillada, del tipo que parecen pensadas para protegerte de la tormenta y de todo mal, bueno, pues ese hombre hizo algo bastante parecido, desde mi punto de vista, a volverse loco.

Empezó con un ataque de paranoia que, visto en perspectiva, hoy hace hasta sonreír: de repente él creyó ver clara la derrota de “su” Trump ante la “bruja” de Hillary. Yo, que ya habría firmado, primero me lo tomé a broma. Siguió un tremendo y aparatoso lamento de él por todas las calamidades que se podían derivar de semejante hecho. Yo seguía tratando de tomármelo a broma y hasta de contemporizar: que en realidad no es tan distinto, le decía, que ni siquiera un presidente (o presidenta) de EEUU tiene el poder de cambiarlo todo. Pero él, cada vez más alterado, que sí, que sí: que el orbe corría el riesgo cierto de caer todo él en manos de una horda de conspiradores judeo-masónicos y mangantes conchabados por Internet, todos ellos enemigos jurados de la libertad individual, particularmente de la suya: “si gana la bruja, mi vida está acabada”, sentenció.

Asombrada y un tanto inquieta por su acento tétrico, traté de hacerle ver que no era bueno tomar tan a pecho unas elecciones que ni siquiera se votaban en nuestro país. Que con la misma fuerza que él ansiaba y anhelaba un resultado, otros podían (¡podíamos!) ansiar y anhelar otro, y que no por eso íbamos a… “¡¿Pero a quién le importa una mierda lo que tú quieras, a quién le importa una mierda lo que tú pienses?!”, se revolvió echando fuego por los ojos y casi casi espuma por la boca. Siguió una ristra de feroces, inusitados insultos, un festival de agresividad en cuyo detalle prefiero no entrar. Baste decir que recogí mis cosas y salí a la calle, bajo la lluvia, a buscar un hotel donde dormir yo sola.

Al día siguiente hicimos las paces de aquella manera: él alegó que yo llevaba tres copas (lo cual no era cierto) y jamás me pidió perdón. Seguramente daba igual porque el tic, tac, tic, tac, de la bomba que nos iba a destruir era ya ensordecedor. Pero recuerdo con  nitidez que, al confirmarse de madrugada la victoria de Donald Trump, el pecho se me llenó de una sensación de injusticia y de impotencia que ha estado ahí… hasta anteayer.

Esto no es rencor. Es una pena tremenda que viene de mucho más lejos y que va mucho más allá. Una de las diferencias más sangrantes entre la política “normal” y la populista es que esta última saca lo peor de las personas. Hace los demonios de todo el mundo obscenamente visibles. Hace años que lo constato en Cataluña, en antiguos compañeros de estudios y colegas de trabajo, amigos y vecinos. En muchas personas que en un momento dado encontraron el argumento, o la excusa, para dejar de lado el cotidiano esfuerzo de respetar, empatizar y comprender a los demás.

Volviendo, aunque sea con magulladuras, de lo particular a lo general, ciertamente el populismo triunfa, en los capitolios y en los tocadores, cuando por lo que sea se pierde la fe en las élites. En los teóricamente llamados a hacer que el bien común sea lo menos malo posible. Es verdad que en las últimas décadas muchas élites, reales o presuntas, nos han fallado de mala manera a la mayoría. Es verdad que no hay muchas garantías objetivas de que Joe Biden sea capaz de levantar ahora mismo mucho más que el ánimo.

Pero en 1975, mientras Donald Trump estaba cargándose el espíritu de la compañía creada por su padre, Fred Trump, para construir viviendas en Nueva York para la clase media, mientras Donald Trump convertía aquella empresa en una loca espiral de yates de lujo, casinos, concursos de belleza, la Torre Trump, etc, Joe Biden estaba escribiendo desde el Comité de Relaciones Exteriores del Senado una carta a Hannah Arendt. Para rogarle que por favor le hiciera llegar una copia de su intervención ante el Boston Bicentennial Forum.

Por algo se empieza…y se acaba.

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