Los rituales del Nobel
«Cuanto más sabemos de medicina, química o física, más necesitamos la literatura, y no menos»
Con ayuda de las redes sociales, la concesión del Nobel de Literatura se ha convertido en uno de los nuevos ritos de la época. Como todo acontecimiento que nace antes del ocio que de la urgencia, disfruta de un extenso preludio de tanto valor como el premio en sí, lleno de supuestos rumores emanados desde la Academia sueca, de apuestas sobre distintos candidatos, de comentarios sobre la pertinencia o la justicia de dárselo a tal autor –que, quizá, nos dicen, sea el último año que puede recibirlo– o a tal otro de aquel país –cuya literatura ha estado injustamente olvidada o preterida–. Después está el anuncio en sí, con los comentarios de júbilo o tristeza por parte de un público que está en Twitter como en el gallinero de un teatro decimonónico. O con las mofas habituales alrededor de la figura de Haruki Murakami –el mejor argumento para que no lo gane nunca pero siempre siga siendo candidato–. Y, finalmente, llegará el análisis del autor o la autora premiado, con la prensa llena de perfiles biográficos que nos hablan de una obra imprescindible o más bien lo contrario, y de columnas atravesadas por la pregunta de fondo de si se lo merecía o no, o si se lo merecía más que tal o cual autor. En estas etapas, no faltarán, puntuales, el recuerdo de que Borges no obtuvo el Nobel, el matiz de que Philip Roth también lo merecía y se murió el año pasado, el tuit de quien creerá ser original diciendo que nos las damos de leer autores húngaros desde que nos levantamos, o la execración generalizada de este tipo de galardones.
El anuncio del Nobel de Literatura debe de ser de los pocos acontecimientos literarios que consiguen transformarse en un hashtag mundial y multitudinario, acostumbrados como estamos a leer o padecer las penurias de un gremio más conocido por la discreción que por su capacidad de generar informaciones para el prime time de los noticieros. Eso habla de un sustrato poderoso que aún preserva, impertérrito, el mundo del libro y la literatura: un prestigio o un aura de respetabilidad con el que no parece que vayan a terminar las pantallas ubicuas ni los fascinantes descubrimientos que los Premios Nobel reconocen en otras ramas como la medicina, la química o la física. Porque cuanto más sabemos de medicina, química o física, más necesitamos la literatura, y no menos.
No había leído nada de Louise Glück, la escritora premiada, aunque la conocía por la recomendación de dos buenos prescriptores de mi entorno, especialmente por el colaborador de estas páginas Daniel Capó. Una frase, la anterior, con la forma y el mensaje propio de la tercera etapa de la concesión del Nobel de Literatura, en la que nos afanamos por matizar el desconocimiento casi total del nuevo premiado, esa ofensa a nuestro canon particular. «¿La conocías? Bueno, de tuiter». Como con tantos amigos. Ahora bajaré a la librería y compraré algunos de sus libros, publicados en España por la meritoria Pre-Textos, a conocernos en papel. Porque desde las redes han salido, pese a todo lo que nos quejamos de ellas, grandes amistades y comunidades de afectos. Y hasta el año que viene, en el que este ritual se repetirá con escasos cambios y volveremos a reírnos con los memes sobre el pobre Murakami.