«Potencia de primer orden»
«Se nos viene encima la crisis más grave de la historia de nuestra democracia y la política es hoy un obstáculo para atender a tamaño desafío»
“En punto a estar mal, somos potencia de primer orden”, escribía Juan Valera, el diplomático, político, escritor y crítico literario español del siglo XIX, admirado y citado a menudo por Santos Juliá. El diagnóstico no puede ser más acertado para los tiempos que corren. España es líder en el número de contagios y fallecidos en la nueva ola de la pandemia del Covid-19 que recorre Europa y también es el país con las peores perspectivas económicas de la eurozona. Pero nuestra clase política está en otra guerra. Como bien decía Fernando Vallespín en su columna en El País este pasado fin de semana, es difícil ejercer de columnista en los tiempos que corren. Uno tiende a repetirse porque la política nacional está estancada en sus pequeñas y miserables batallas y desentendida de las grandes. Y frente a los enormes desafíos que ya se nos han echado encima, comentar sobre la política ruin resulta deprimente. Todo hoy es política, con minúscula, en ausencia de verdaderas Políticas, con mayúscula, esas que aspiran a ser útiles para solucionar los problemas reales de los ciudadanos.
Y ante a una crisis colosal que puede suponer una década de retroceso en la riqueza nacional (ya sea la caída del 11,2% del PIB prevista por el Gobierno o del 12,8% que maneja el Banco de España), el plan de recuperación del Gobierno, que debe aspirar a aprovechar al máximo la lluvia de miles de millones que recibiremos de Europa y que requiere de la vigilancia y de la aportación de propuestas por parte de la oposición, o la necesidad de alcanzar el más amplio consenso para pactar un nuevo presupuesto, ambas cuestiones parecen hoy seguir siendo una discusión secundaria frente al enfrentamiento cainita que se ha apoderado de la vida política nacional. No hay más que ver cómo el caso Dina robó todo el protagonismo el mismo día de la presentación del citado plan el pasado miércoles. Quién sabe cómo le sentó aquello al que se suponía que debía ser el protagonista del día, el grandilocuente Pedro Sánchez, o al autor de toda puesta en escena del Gobierno, Iván Redondo.
Todos hablan de unidad, pero la realidad es que unos fomentan la división para contentar a sus socios independentistas y antisistema y asegurarse así los apoyos para aguantar la legislatura sin medir las consecuencias. Y otros aspiran a que la hecatombe económica produzca el deseado desgaste político y les convierta en alternativa de Gobierno. Nadie construye y, en ausencia de pactos, como lleva aconsejando el Banco de España desde el inicio de la crisis, estamos abocados a un deterioro sin precedentes de la economía y del tejido social del que tardaremos años en reponernos. Con graves consecuencias en el endeudamiento público, ya se habla de que la deuda se elevará al 120% del PIB si no más, que condenará a generaciones futuras a su pago. Y que también erosionará la vital cohesión social, el mayor activo para el progreso de cualquier sociedad avanzada que se precie y absolutamente necesaria para vencer a los populismos que a derecha e izquierda hoy se extienden por Europa y que amenazan la supervivencia de las democracias liberales y los derechos individuales que estas representan.
Se nos viene encima la crisis más grave de la historia de nuestra democracia y la política es hoy un obstáculo para atender a tamaño desafío. Porque en medio de la bronca y la confusión, la acción política hoy se reduce a tomar medidas de dopaje necesarias dada la coyuntura, eso sí a cuenta del erario público, pactadas por las titulares de Economía y Trabajo y el de Seguridad Social con los agentes sociales, empresarios y sindicatos. El acuerdo entre estos últimos, como representantes de la sociedad civil, indican tal vez que es el turno para que esta se movilice y busque el necesario consenso del que los responsables políticos se han desentendido. Dicho eso, son pactos que mantienen a la economía con respiración artificial, ya sean los ERTE que han evitado que los trabajadores sin trabajo engrosen las filas de parados, o el decreto aprobado en mayo, en pleno confinamiento, para aplazar la suspensión de pagos de cantidad de empresas hoy sin ingresos y atenazadas por la deuda. Los primeros meses de 2021, vencidos los ERTE y el aplazamiento de la quiebra de esas miles de pymes, serán definitivos para aclarar el panorama social. Como decía uno de los representantes sindicales tras escuchar los planes del Gobierno para la recuperación: si el Gobierno promete la creación de 800.000 empleos y la crisis va a acabar destruyendo muchos más, no parece un objetivo muy ambicioso.
Y, en definitiva, si lo que quisiera el Gobierno de PSOE-UP fuera sacar la economía adelante entre todos y buscar el consenso, no encaja que Sánchez quiera vincular, como parece, la aprobación de los presupuestos generales, sólo negociados con sus socios, ya sea ERC o Bildu, por no hablar de JxCat, cuyos intereses son manifiestamente particulares y alejados de los generales, a la posibilidad de recibir la primera remesa de las ayudas de la UE, cifrada en 27.000 millones de euros. No cuando ha despreciado la mano tendida por Ciudadanos y descalificado sistemáticamente al principal partido de la oposición. Se trata de un ingreso vital para la supervivencia de la economía nacional. No puede ser objeto del juego político. Sería un chantaje en toda regla.
En cualquier caso, el Ejecutivo tiene que presentar sus presupuestos a Bruselas en los próximos días así como su plan de recuperación. Y ahí veremos si los equilibrios y cálculos políticos cambian. La acción política no puede reducirse a la confrontación. Para frustración y desesperanza de los ciudadanos. Ni se puede dejar en manos de la justicia la gestión de la pandemia, como ha sido el caso en la Comunidad de Madrid tras su desencuentro con el Gobierno central. Es el fracaso de la política, una vez más.
Y por cerrar con Valera. Estas cosas tan bonitas son las que ese gran español ilustrado decía: “A los doce o trece años había leído a Voltaire, si bien me asustaba cuando estaba a oscuras y temía que me cogiese el diablo. El romanticismo, las leyendas de Zorrilla y todos los asombros, espectros, brujas y aparecidos de Shakespeare, Hoffman y Scott reñían en mi alma una ruda pelea con el volterianismo, los clásicos y la afición a los héroes gentiles”. Nostalgia de que nos gobiernen hombres cultos y razonables, a salvo del mal del sectarismo, de las brujas y espectros, y que puedan definitivamente corregir la singular anomalía de España en este momento crucial. Pero ¿dónde están los verdaderos liberales y románticos como Valera?