Desde mi ventana: Why Can’t I Be Good (en el Año de la Plaga)
«Existen millones de héroes anónimos que hacen de este mundo un sitio mejor. Los buenos son el cimiento de granito de la humanidad. Yo también quiero formar parte de ellos»
Ya lo cantaba Lou Reed: I want to be like the wind / When it uproots a tree / Carries it across an ocean / To plant in a valley / I want to be like the sun/ That makes it flourish and grow / I don’t want to be / What I am anymore / Why can’t I be good.
Hasta el poeta y cantante norteamericano, perdido en la espiral de los delirantes, excéntricos, tortuosos y tóxicos excesos de la Factoría Warhol, anhelaba reformarse y ser bueno.
Pero «ser buena persona» parece estar pasado de moda actualmente. Es una proposición aparentemente poco seductora. Tras siglos de sencilla enseñanza cristiana, cuya misión mundana era la de conseguir que los seres humanos fuéramos mejores y nos amáramos los unos a los otros, la actualidad ha impuesto la moda única del egocentrismo, donde todo gira en torno al sálvase-quien-pueda, siempre a costa del prójimo.
Por eso me sorprendió escuchar al escritor Rafael Reig una simple alegoría a la búsqueda de la bondad. El autor conversaba con una periodista radiofónica sobre su nuevo libro, El amor intempestivo, y, entre medias, realizó una encendida defensa de la benevolencia. Aluciné al escuchar por boca de un intelectual un llamamiento tan sincero a la gozosa mansedumbre.
Decía Rousseau que «la naturaleza ha hecho al hombre feliz y bueno, pero la sociedad lo deprava y lo hace miserable». No entraré yo hoy en analizar la génesis moral del ser humano, si nace o se hace bueno. Solo afirmaré que no comparto esa idea pesimista con el ilustre filósofo francés. Lo que sí creo es que en la sociedad del siglo veintiuno no se suele escuchar que el objetivo de nuestra vida pueda ser el de trabajarse el músculo de la bondad. Reconozcámoslo, para las religiones progres actuales ser bueno «no mola». Tiene un cierto un tufillo eclesiástico y para ese colectivo totalitario eso es tóxico. En su esquema intelectual simplista y reduccionista, solo importa el postureo ideológico. Por eso, solamente cuentan los que son activistas, pero no los misioneros y voluntarios que educan a los marginados. Valen los politólogos en defensa de una causa climática, pero nunca serán útiles las monjitas de la caridad que cuidan de los desamparados. Son esenciales los luchadores por las libertades de una oscura minoría, pero jamas los ayudantes de un sencillo comedor social.
Por otro lado, si uno quiere ser simplemente buen marido, buen padre, buen profesional y buen hijo corre el riesgo de ser catalogado automáticamente de pringao total y no apto para el éxito profesional y social. Ser bueno a veces también se asocia incorrectamente, y muchas veces a propósito para desprestigiar ese camino, con el ser débil. Repetidamente se nos machaca en las construcciones de ficción, que los malos ganan y molan. No tener escrúpulos es lo que prima. Esta conclusión se ve reforzada por la trágica imagen de los políticos sin escrúpulos que nos gobiernan en la actualidad. Observamos que son mentirosos compulsivos y que su único objetivo es mantenerse en el poder. Y esta burda manipulación es posible porque la educación se arrincona en favor del aparente camino fácil, que obviamente termina en juventudes frustradas en manos de sectas progre-populistas. George Steiner nos comentaba en un reciente libro-entrevista que el hundimiento de la educación hará de las siguientes generaciones seres sin el menor espíritu critico y, por tanto, meros consumidores esclavos. ¿Quizás por eso el gobierno actual permitirá pasar de curso habiendo suspendido?
Pero volvamos la mirada a Maquiavelo para entender lo que decía el gran conocedor del tema y recordemos su legendario tratado político del siglo XVI, El Principe. «El fin justifica los medios» podría ser el mejor resumen simplificado de su obra. Sostenía el gran teórico político y diplomático florentino que los malos suelen salirse con la suya porque, a diferencia de los buenos, pueden utilizar todo un despliegue de maldades para llegar a conseguir sus objetivos. No se ven lastrados por algo tan pesado como «los principios morales» que preconiza el cristianismo: hay que alcanzar nobles objetivos con nobles medios. Maquiavelo, en contraste, mantenía que esa era precisamente la debilidad del bueno: estar limitado por su corsé ético, el cual reduce el radio de acción. El Principe no era una obra dirigida a los tiranos, sino una guía para que los buenos aprendieran los trucos de los malos y pudieran utilizarlos en su favor si fuera necesario.
Comparto con el autor italiano que es fundamental conocer todas las argucias y maldades de los malvados, para poder anticiparse, prepararse y no ser sorprendidos por ataques al margen de nuestros principios. Pero no hay que aliarse con el príncipe de la tinieblas. En mi opinión, hay que luchar contra este espejismo. La experiencia empírica nos confirma que ser bondadoso es muy ventajoso para uno mismo y para la sociedad. Intentar ser bueno nos hace más felices, nos refuerza la autoestima, nos permite dormir con la conciencia tranquila y nos rodea de mucha gente que nos quiere. Es un esfuerzo que renta a título individual.
Pero, en realidad, ¿qué es ser bueno? ¿Hay que agarrarse al antiguo cliché que lo definía solamente como alguien que abandona sus propios intereses por ayudar a los demás? No lo creo. Decía Alejandro Rozichner (La Nación, 30/04/2010) que tenemos que cambiar nuestra percepción sobre lo que es ser bueno. «Tenemos que dejar de pensar que el bueno es un imbécil que se deja pasar. El bueno es un poderoso que se da los mayores placeres de la existencia: el amor, el sexo que le va asociado (hay que aclararlo, para que no parezca que el bueno es célibe, según una tradición anticuada), el entusiasmo de estar en el mundo y recibir su luz, alguien que disfruta siendo y ayudando a ser, alguien enamorado de la evolución propia y ajena . El bueno es excitante porque su amor alienta el desarrollo y el desarrollo despierta y excita».
Existen millones de héroes anónimos que hacen de este mundo un sitio mejor. Los buenos son el cimiento de granito de la humanidad. Yo también quiero formar parte de ellos.
Recordemos el bello endecasílabo de Unamuno: «Y es el fin de la vida hacerse un alma». Unamuno, fiel a su enorme congoja, nos transmite que en la búsqueda de la inmortalidad hay que aprender a ser bueno, y eso no es fácil. Es una tenaz pugna agónica. Es un perpetuo combate, una eterna contradicción, abonada de dudas y perplejidades. La bondad es un esfuerzo y, como afirmaba Goethe, «que el hombre sea noble, caritativo y bueno es lo que lo distingue de todos los otros seres».
¿Nos hemos hecho un alma unamuniana? Ese debe de ser el objetivo vital: pasar al otro mundo y que te recuerden como una buena persona en este valle de lágrimas.
Los seres humanos seguimos en construcción hasta el fin de nuestros días, es un trabajo diario. Hay que intentar ser bueno siempre, o luchar por serlo al menos. Recordemos a Tolstoi, «no se puede ser bueno a medias».
Pero hay que poner nuestros actos en perspectiva. El judaísmo dice que si salvas tan solo a una persona, has salvado a la humanidad. Por eso hay que adaptar nuestro objetivo a nuestra escala individual. Propongo continuar esforzándonos en ser buenas personas, para dejar una noble estela a nuestro mundanal alrededor. Esa será la prueba de que habremos cambiado el mundo.
¿Quién puede afirmar sin ninguna vergüenza, ni atisbo de soberbia, que realmente ha cambiado el mundo?