Sobre el peligro de definir épocas
«No solo existe la costumbre de simplificar para poder asimilar los hechos históricos tan complejos, sino que existe un sesgo negativo habitual en ellas»
Es una inercia habitual e inevitable que a una determinada época le sigan definiciones sencillas que busquen abarcarla. La simplificación terminológica es una constante, y no ha sido sólo un trabajo de historiadores sobre momentos lejanos, sino que son habituales también en la prensa o en los ensayos más presentistas respecto a sucesos actuales. Un fenómeno tan complejo, con tantas aristas y sectores afectados de distinta manera, con tantos efectos distintos y distantes, como fue la crisis financiera de 2008 y sus derivadas sociales, políticas e institucionales, se resumió en el sintagma de la Gran Recesión. Y, mucho antes, en el primer tercio del siglo XX, a los años transcurridos entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, con toda la agitación política, el auge de los fascismos y el frenesí social, se los conoce con el generalizador nombre de Periodo de Entreguerras. Expresiones que, apenas se formulan o se escriben, tienen una enorme capacidad evocadora de la que van derramándose los detalles y aspectos concretos.
Así está volviendo a ocurrir con este comienzo del siglo XXI tan complejo, en el que todo parece en cuestión. Con ciertas ínfulas, en alguna ocasión yo lo he intentado resumir como el Gran Desorden, cayendo en uno de los errores que pretendo denunciar. Y es que no solo existe la costumbre de simplificar para poder asimilar los hechos históricos tan complejos, sino que existe un sesgo negativo habitual en ellas. Incluso cuando se pretende hablar de una etapa que se recuerda con alegría, se habla de Los años locos, o expresiones similares. Y no hay nada de raro en ello, porque lo noticioso, bien lo sabemos, suele ser lo negativo o lo extravagante, y es esto lo que suele marcar los hitos en los que vamos dividiendo el tiempo histórico. Hay excepciones, como ocurrió con la caída del Muro de Berlín, que dio pie al sesgo contrario, el que decretó el final de la historia, una «exuberancia irracional», por decirlo con palabras de Alan Greenspan, que tampoco nos ha salido gratis.
Las definiciones no son neutras, y además de reflejar nuestro estado de ánimo social y una época, impactan en aquello que pretenden definir. Con las pésimas cifras que se proyectan para casi todas las economías del mundo en 2021 por causa de las medidas del control del coronavirus[contexto id=»460724″], y más de diez años después de la Gran Recesión, han vuelto simplificaciones oscuras y pesimistas a las que es difícil rebatir en su literalidad. Pero haríamos bien en evitar algunas de las más desacertadas, como esa tan recurrente que define nuestra época como la Década Perdida, y que obvia, hasta la deformación, la realidad, además de inducir a una resignación contraproducente. A una época centrada en exceso en los aspectos económicos le correspondía una definición con dicho sesgo. Sólo un ingenuo niega el peso de las cifras macro en la vida cotidiana, pero si algo hemos intuido en estos años es que la vida en su conjunto, el bienestar personal y social, la estabilidad política e institucional, trascienden la reducción al absurdo del utilitarismo y el homo economicus que late detrás de una expresión como esa. Si fuéramos eso y solo eso, esta sería una Década Perdida –y una vida perdida, que es la atroz definición que asoma tras esas palabras–, pero somos, nosotros también, mucho más complejos. Si damos por buena esa definición, ayudamos a cumplir la profecía.