THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Esos días puchero…

«Así que hemos pasado de los días rojos a los días puchero, que son esos en los que uno echa en remojo la víspera un puñado de lentejas, alubias o garbanzos y, desde primera hora de la mañana, la olla está cociendo a fuego lento uno de esos platos de cuchara que nos enseñaron a hacer nuestros mayores»

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Esos días puchero…

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– ¿Conoce usted esos días en los que se ve todo de color rojo?

– ¿Color rojo? Querrá decir negro…

– No. Se puede tener un día negro porque una engorda o porque ha llovido demasiado. Estás triste y nada más. Pero los días rojos son terribles. De repente, tienes miedo y no sabes por qué.”

Truman Capote (Desayuno con diamantes, 1961)

Como el personaje de Holly Golightly en la memorable novela de Capote, muchos llevábamos ya demasiados días teñidos de color rojo. Ahí fuera brillaba el sol, el cielo estaba azul y las temperaturas benignas invitaban a pasear sin rumbo fijo, con la mente en blanco y ganas de abrazar a alguien. Pero no era posible debido a las restricciones decretadas por la situación de emergencia sanitaria.

Quizá es que “todo no se puede tener”, como diría Cecilia, la protagonista de La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985), al confesar su confusión porque “acabo de conocer a un hombre maravilloso, claro que no es real”. Vivimos últimamente en un mundo inquietante que no parece real, sino una distopía: término que se ha puesto de moda para designar determinado género de series televisivas, pero que acuñó el padre del utilitarismo, John Stuart Mill, en un discurso parlamentario en 1868.

Y en medio de esta distopía, han llegado para nuestro consuelo las nubes, la lluvia y el mal tiempo. Es como si fuéramos el equipo que va perdiendo en una final deportiva celebrada a la intemperie y el árbitro decretase que el partido se aplaza debido a las condiciones meteorológicas. Eso permite parar y ponerse en situación. Quizá todo va de pena, pero la climatología ha llegado de algún modo al rescate, como el séptimo de caballería en los mejores westerns clásicos. ¡Bendito John Ford!

Así que hemos pasado de los días rojos a los días puchero, que son esos en los que uno echa en remojo la víspera un puñado de lentejas, alubias o garbanzos y, desde primera hora de la mañana, la olla está cociendo a fuego lento uno de esos platos de cuchara que nos enseñaron a hacer nuestros mayores. En los días puchero, las ventanas de la cocina se empañan por la acumulación de vapor y dan ganas de incurrir en el absentismo laboral para emular a Pardo Bazán o a Rosalía de Castro, escribiendo lánguidas rimas naturalistas sobre el crepitar de la leña y los paisajes sombríos. En los días puchero, se comen guisos suculentos de los que se pegan al riñón, como si estuviéramos en la estepa siberiana, y uno se olvida prácticamente del mundo exterior y sus miserias.

No confundamos ahora este concepto hedonista con la manida expresión coloquial de hacer pucheros, que se aplica a los niños o las jovencitas cuando están apenados, con las mejillas hinchadas y los ojos vidriosos, al borde del más inconsolable llanto. Ya Covarrubias atestigua el uso extendido de dicha analogía en el diccionario pionero El Tesoro de la lengua castellana (1611) y Cervantes lo emplea admirablemente en el imprescindible capítulo LXXI de Don Quijote (1605-1615), que trata de la enfermedad, testamento y muerte del ingenioso hidalgo.

Los días pucheros no aluden al sollozo o gimoteo inminente, sino que se fijan más en las dos primeras acepciones del vocablo que nos ofrece la Real Academia Española. Esto es: “vasija de barro o de otros materiales, con asiento pequeño, panza abultada, cuello ancho y una sola asa junto a la boca”. Y también: “especie de cocido”. O sea, nada que ver con el desconsuelo, sino con la ingesta calórica que alegra el cuerpo y aviva el espíritu.

La palabra puchero, que deriva del latín pultarius, se viene usando en nuestro idioma como sinónimo de olla o cocido y sus orígenes se remontan sin duda a la invención de la alfarería. Se trata de un guiso ancestral consistente en hervir en agua legumbres, verduras y carnes en las más variadas proporciones, mezclando hidratos de carbono con algo de grasa, fibra y proteína, en un caldo altamente vigorizante. “Un alimento sano, ligero y nutritivo, que fortalece el estómago y le dispone para recibir y digerir”, decía de él Brillat Savarin.

En nuestro Siglo de Oro, triunfó la llamada olla podrida, antecesora del moderno cocido, que confería energías suficientes para salir a arar un campo entero o cortar leña para todo el invierno. “Vaca y carnero, olla de caballero”, proclamaba entonces un viejo refrán castellano, distinguiendo que aun en aquellos duros tiempos, en cuestión de pucheros, también había clases.

Desde la Edad Media, este plato único ha sido el sustento diario de las clases populares occidentales y una referencia alimenticia insustituible en los meses más crudos. Hacen cocido de carnero y col los irlandeses, como el couscous beréber no es sino un cocido de verduras, cordero y sémola o la feijoada brasileña, otra versión de lo mismo, con frijoles negros y hasta 12 cortes porcinos. Los franceses lo llaman pôt au feu y los flamencos, potée. Y hasta los judíos sefarditas tienen su propia interpretación, la adafina, que según la tradición hebrea se prepara el shabat con vaca o cordero (¡nada de cerdo!), gallina, nabo, calabaza y repollo en un caldo acaso sazonado con clavo y canela…

En la Villa y Corte, el cocido ha sobrevivido como un plato gourmet emblemático en comedores históricos de las clases dirigentes (véase Lhardy o El Charolés) y se elabora también con diaria solemnidad en una treintena de casas ilustradas como La Bola, La Daniela, La Gran Tasca, Malacatín o Cruz Blanca de Vallecas, que han hecho de él su santo y seña. Además del cocido en versión capitalina, las variadas escuelas culinarias celtíberas ofrecen distintas aproximaciones, a cual más suculenta. La olla podrida burgalesa, por ejemplo, entronca con una receta medieval de cristiano viejo: alubias rojas, nada de verduras y diversas piezas de cerdo adobadas (careta, rabo, costillas, oreja…). Por su parte, el muy galaico cocido de Lalín –que debe su nombre a dicha localidad pontevedresa– agrega lacón, careta de cerdo, grelos y demás. Siguiendo la ruta norteña, el cocido montañés sustituye los garbanzos por alubias blancas; mientras que en el botillo berciano se incluye carne de cerdo adobada en tripa, cocida con repollo, patatas y garbanzos. Mirando hacia el sur, nada desdeñable es la olla gitana con garbanzos, judías, morros, chorizo, morcilla, espinacas y rabo de cerdo. ¡Y qué decir de la escudella i carn d’olla catalana, con su pilota, sus judías, morros y oreja de cerdo, sus butifarras negra y blanca y su reconfortante sopa con galets (en lugar de fideos)! Si a estas alturas no están salivando es que les falta algún gen humano…

Del puchero o cocido en todas sus variantes el gastrónomo decimonónico Ángel Muro llegó a recopilar, sólo en la piel de toro, un centenar largo de versiones, de las cuales la que ha suscitado páginas más bellas es la escudella, por merito del gran Josep Pla, que le dedica un par de capítulos en su magistral El que hem menjat (Lo que hemos comido, 1972).

“Antes de la Guerra Civil –escribe Pla–, la carn d’olla era el plato accesible por definición, hasta el punto que lo comía toda Cataluña, con ese sentido del ahorro y del equilibrio social que siempre nos ha caracterizado. En la escudella echamos un poco de todo sin que nada predomine demasiado, no como en el cocido castellano donde la presencia de garbanzos es considerable”. Denuncia también el autor de Palafrugell cómo el cocido en general ha ido quedando arrinconado en la dieta moderna por laborioso y costoso; odiado inicialmente por las feministas –que lo consideraban símbolo de esclavitud doméstica– y ninguneado por los nutricionistas, que vieron en los excesos de la cocción una pérdida terrible de vitaminas.

Poco importa todo eso. En estos otoños urbanitas y grises de la era post-Covid19, el puchero –de la clase que sea– se nos antoja un remedio ideal contra la melancolía imperante. En vez de esa inquietud que Bruce Chatwin combatía viajando incansablemente y a falta de la posibilidad de montarse en el primer avión o tren disponible, el puchero encarna los valores eternos (y sedentarios) de eso que tan acertadamente el Palm Beach Post definió en 1966 como confort food.

El diario de Florida acuñó el término para informar que, según estudios psicológicos de aquel tiempo, “los adultos sometidos a un severo estrés emocional se refugian en preparaciones alimenticias simples con alto nivel de carbohidratos, por asociación con las recetas maternas y la seguridad de su infancia”. Ha pasado más de medio siglo y el puchero sigue evocando para muchos de nosotros una sensación similar de sosiego y paz espiritual. Así que echen ustedes hoy mismo alguna legumbre en remojo, escojan con delectación un buen libro, película o disco y eviten a toda costa poner las noticias.

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