La misma canción
«Hasta que unos y otros no puedan volver a cantar juntos una canción como esa, que forma parte de la memoria compartida, seguirán sintiendo el cuestionamiento de la institucionalidad liberal como una forma de lealtad a una idea que está por encima de las normas: la que funda la nación de la que ellos se sienten parte».
La primera vez que escuché Sweet Caroline no la cantaba Neil Diamond -ni tampoco era la versión crepuscular y con lentejuelas del Rey- sino un grupo de amigos que la maltrataba en un bar desafinando. Es una escena de camaradería de Beautiful Girls. La vimos en el cine con un colega de la escuela y de alguna manera ahora, tras un cuarto de siglo, ya tenemos la edad para revivirla con el grupo de siempre. Todos tenemos más de cuarenta, mediana edad y grados variables de alopecia, y a unos les ha ido mejor que a otros, pero nos sigue vinculando un pasado que es fundamento de una amistad de largo recorrido. En la película Willie, que trabaja de pianista en Nueva York y es quien la toca, vuelve a su pueblo en Massachussets para asistir a la reunión de antiguos compañeros. Es una percha argumental que se ha convertido en esquema clásico de la cultura norteamericana de postguerra. Lo han usado desde Roth hasta The West Wing. El regreso al origen para rememorar la adolescencia y ese instante de sociabilidad más allá de la cotidianeidad posibilita una meditación sobre la madurez.
Con una cerveza en la mano, sentados al piano, los amigos empiezan a cantar y así, entre la vergüenza y la embriaguez, la timidez y la alegría, se saben otra vez unidos. Sweet Caroline, grabada en 1969, se ha convertido en una canción paradigmática de la memoria sentimental de los norteamericanos. La inspiró la hija de JFK. Desde hace años esta pieza dulzona, bella e inocente, suena en estadios y competiciones deportivas (ojo, también la cantan hooligans irlandeses) y tiene incluso su liturgia para la interpretación colectiva; en el estribillo, cuando el solista canta «Sweet Caroline / Good times never seemed so good», el coro repite el «so good» por tres veces. Es un chute de alegría para moderados, amigos y familias.
Me sorprendió que la gente la gritase exultante en concentraciones que se multiplicaron cuando el sábado pasado se supo que el ticket Biden/Harris había ganado la presidencia. No hay nada ideológico en la canción. Es inspiración bonachona. Pero la cantaban pletóricos como si después de la espera, inquietos ante la degradación de la institucionalidad a la que habían asistido durante los últimos días (y años), fuera el momento para la catarsis y el ansía compartida para recuperar la alegría.
Pero todas las imágenes que se colgaban en la red eran urbanas. No había plazas rurales ni bares de pueblo donde se entonase a Neil Diamond. Era como si la América de Trump (para decirlo con el título de un buen documental ) hubiese quedado expulsada del alma de la nación, una expresión que Biden convirtió casi en el Wes ye can de su campaña y con la que Springsteen cerraba sus recitales de Broadway. Como si esa alma fuera suya, no de los otros. Y es en la percepción de haber sido excluidos de los valores de civilidad donde millones de votantes republicanos alimentan un sentimiento de pertenencia a una idea alternativa de nación que sienten como más genuina. No hay coro. Apenas comunidad. Hasta que unos y otros no puedan volver a cantar juntos una canción como esa, que forma parte de la memoria compartida, seguirán sintiendo el cuestionamiento de la institucionalidad liberal como una forma de lealtad a una idea que está por encima de las normas: la que funda la nación de la que ellos se sienten parte.