Comando Donosti
«El donostiarra popular se convirtió en un icono para sus vecinos, exponiendo su falta de remilgos para atacar con contundencia la barbaridad a la que estaban expuestas su Comunidad Autónoma y su ciudad»
El madrileño Palacio de Cibeles acoge hasta el 10 de enero la exposición Gregorio Ordóñez, la vida posible, por la que me he pasado en un par de ocasiones y no descarto hacerlo una tercera. Resultan estrechas dos horas para leer todos los archivos, cartas y anotaciones, así como para observar con detenimiento imágenes, carteles e informaciones que muestra el espacio.
Una de las cosas que sin duda más me impactó fue la imagen que retrataba a un Ordóñez sonriente, al lado de una seria Begoña Arrondo -portavoz del grupo parlamentario de Herri Batasuna (HB)-. Se celebraba un pleno en el Parlamento Vasco, poco antes de que el popular fuera asesinado y un año antes de que la abertzale acabara en prisión. No les separaba ni medio metro de distancia en los sillones del órgano representativo de los vascos, el cual soportaba soliloquios sobre convivencia mientras las balas atravesaban nucas y las bombas hacían volar personas por los aires de Euskadi y el resto de España.
Ordóñez se metió en política por dos motivos, tal y como constan en nuestra memoria sus palabras: “Porque quiero mucho a mi tierra y no quiero verla doblegada por el yugo de los pistoleros de ETA, y porque no me da la gana la forma de actuar del pistolero verbal Arzalluz” -el mismo que aconsejó a los vascos tomarse un Valium, si no podían soportar el terror que ETA implantaba en su tierra-. El donostiarra popular se convirtió en un icono para sus vecinos, exponiendo su falta de remilgos para atacar con contundencia la barbaridad a la que estaban expuestas su Comunidad Autónoma y su ciudad. Se negó a llevar escolta para promulgar lo que él más defendía: la cercanía del político al ciudadano. Sus puertas del despacho del Ayuntamiento de Donostia-San Sebastián siempre estaban abiertas, pues su principal objetivo fue el de solucionar los problemas de la gente, al mismo tiempo que intentaba poner todas las barreras posibles al terrorismo y su brazo político en las instituciones. Goyo llamaba públicamente “basura” a HB, sin necesidad de arremangarse.
Su valentía y capacidad de liderazgo se ganó la confianza y el respeto de la gente, así como la capacidad de lograr unos votos que su formación política nunca hubiera imaginado. Sin embargo, nunca pudo recibir esos votos, pues, por el simple hecho de ser él mismo, unos fascistas consideraron que era un enemigo a abatir y acabar con su vida. El 23 de enero de 1995, Ordóñez comía en La Cepa acompañado de los dos secretarios del grupo del PP, María San Gil y Enrique Villar, y una funcionaria del Ayuntamiento. El postre fue la llegada de un hombre tembloroso y mojado por la lluvia -pero no por la vergüenza-, que amarró el arma que introduciría una bala en la cabeza del concejal, acabando con sus latidos del corazón casi en el acto. Los corazones de muchos donostiarras se pararon también al conocer la noticia. Pero no así los de aquellos militantes de HB.
Todos los concejales del Ayuntamiento acompañaron al féretro de Goyo. Excepto los de HB. Todos los partidos se unieron a la convocatoria de un paro de cinco minutos. HB se excluyó. Todos los diputados del Parlamento Vasco acudieron al pleno extraordinario para homenajearle. Los de HB se ausentaron. Incluida Begoña Arrondo, quien posaba su culo al lado del de Goyo, en los días de sesiones. Es una ironía de la vida muy complicada de digerir. Como lo es también que lo único que les unía a ambos políticos era una palabra compuesta: Comando Donosti. HB eligió como candidata electoral a Arrondo, mientras esta cumplía prisión preventiva a la espera de juicio, por haber colaborado con uno de los Comandos Donosti. A Goyo lo mató un miembro de un Comando Donosti que volvió a resurgir, tras el desmantelamiento del anterior.
Pero, hay algo más irónico aún. Al donostiarra lo echaron del mundo en 1995 y ese mismo año, en septiembre, la abertzale entra en prisión gracias al juicio que dictaminó el Tribunal Superior del País Vasco. Para entonces, Goyo ya no estaba y el hueco que dejó Arrondo lo ocupó el hoy “hombre de paz” Arnaldo Otegi. La foto de la exposición bien se podría comparar con una imagen mental, en la que Otegi se sienta con una expresión de victoria al lado de un escaño vacío.