El informe McCarrick: buenas y malas noticias
«Como católico, me siento orgulloso de ser parte de una institución que muestra de modo tan claro que ‘la verdad os hará libres’»
El 10 de noviembre, el Vaticano publicó un informe forense para explicar cómo el abusador Theodore McCarrick llegó a ser obispo, cardenal y uno de los asesores más influyentes del papa Francisco.
El informe ha supuesto un terremoto en todo el mundo y arroja valiosas lecciones para la Iglesia y también para el gobierno corporativo de las instituciones. Pienso que merece la pena determinar el marco interpretativo para que los árboles del escándalo no impidan ver el bosque de los aprendizajes.
Empecemos por las buenas noticias. Es un documento sin precedentes en la historia de la Iglesia. Se trata de un ejercicio de transparencia por parte de una institución, la Iglesia católica, con una cultura secular de resolver los problemas dentro. Con todo lujo de detalles, la Santa Sede ha informado de lo que pasó, qué sabía cada uno y cómo se actuó en los distintos niveles decisionales.
Es cierto que la decisión papal de ser transparente no fue tomada de manera autónoma, sino bajo la enorme presión de acusaciones muy graves desde dentro y desde fuera de la Iglesia. Pero Francisco merece el reconocimiento por haber cumplido su palabra a pesar de lo amargo de la decisión.
Este ejercicio de rendición de cuentas no tiene parangón. No recuerdo otras instituciones políticas, económicas o culturales que hayan sido tan coherentes como la Iglesia católica. Como católico, me siento orgulloso de ser parte de una institución que muestra de modo tan claro que «la verdad os hará libres», como dijo su Fundador.
A veces, la respuesta a una acusación pública es fácil: si me equivoqué, lo reconozco y pido perdón; si soy inocente, me defiendo; y si no lo sé, investigo y acepto las responsabilidades que se demuestren. Pero cuando la acusación mezcla cosas verdaderas y falsas, la única opción adecuada para una institución es la transparencia. Cuando se practica, siempre hay solución, porque se construye credibilidad.
Otro aspecto importante por subrayar del informe es que acepta la responsabilidad para todas las autoridades de la Iglesia sin excepción.
La primera respuesta de la Iglesia católica al escándalo de los abusos sexuales de menores por parte de clérigos fue la imposición de penas graves a los culpables, pero dejó de lado a los obispos que no vigilaron e incluso ocultaron los problemas. La segunda respuesta consistió en pedir responsabilidades a los obispos: desde el 2019, quien encubre es culpable y debe abandonar su puesto al frente de una diócesis por mal gobierno. Desde esta semana, la responsabilidad se ha ampliado a los papas.
Esta lección también se aplica a las instituciones civiles. Mandar es responder. Cuanto más se manda, más se debe dar cuentas. No faltan empresas y organizaciones que reaccionan cortando cabezas… de los de abajo, pero los de arriba rara vez sufren las consecuencias.
El tercer aspecto positivo del informe es que vemos en detalle cómo se comporta un auténtico depredador. Conocer sus técnicas de manipulación, los instrumentos que utilizó para volar bajo el radar y ocultar sus crímenes a plena luz del día es sumamente aleccionador. Es una vacuna para que en el futuro esos sinvergüenzas sean detectados mucho antes, dentro y fuera de la Iglesia.
Junto a esas buenas noticias hay otros aspectos sin resolver.
En primer lugar, que tres personas excelentes, Juan Pablo, Benedicto y Francisco, han cometido exactamente el mismo error. Los tres recibieron, por canales informales, noticias de una conducta reprochable por parte de una autoridad, el obispo (y luego cardenal) McCarrick; y ninguno de los tres decidió que había que investigar a fondo lo ocurrido. Juan Pablo se fio de tres obispos americanos y del cardenal Sodano. Benedicto se fio del cardenal Bertone y de Mons. Re de que su decisión de que se retirase a una vida de oración y silencio se cumpliera. Francisco se fio de lo que habían hecho Juan Pablo y Benedicto y, a pesar de los rumores, acudió frecuentemente a su consejo.
Cuando se tienen indicios de una conducta corrupta, el único camino es la investigación exhaustiva de los hechos realizada por un experto externo. Investigar no es ofender: no investigar es ofender. Si se tienen noticias de comportamientos equivocados, lo importante no es preguntar al interesado si es cierto, sino sobre todo hablar con todas las posibles víctimas (en este caso, con todos los seminaristas que pasaban fines de semana en la playa con McCarrick) hasta apurar la verdad. Obrar de otro modo es irresponsable. Implica delegar la propia responsabilidad.
El segundo error también afecta a los tres papas. Todos ellos reaccionaron con suavidad ante una conducta reprobable. Según la moral cristiana, los homosexuales merecen todo el respeto y nunca se puede discriminar por la orientación sexual y, al mismo tiempo, los actos homosexuales son ilegítimos. Si es un principio institucional, todos han de vivirlo por coherencia y principalmente los jefes. En cambio, las medidas fueron excesivamente suaves y complacientes. Nunca se usó el derecho, sino que se limitaron a recomendaciones. Y, a pesar de ver que McCarrick ignoraba indicaciones precisas, no se tomaron medidas inmediatas. Se le trató más suavemente por ser obispo: si hubiera sido un sacerdote, la cosa habría sido distinta.
Lo mismo podría decirse para otras organizaciones. Hay que tratar con mayor severidad a los jefes que a los subordinados. La complacencia con los que mandan es manifestación de una cultura interna corrupta.
La tercera mala noticia se refiere a los procedimientos de nombramiento de obispos. El informe pone de manifiesto que esas decisiones, que son vitales para cualquier organización, se tomaron de manera personalista, informal, asistemática. No hubo un estudio serio e independiente, sino que intervinieron personas que no deberían y no intervinieron otras que sí podrían aportar.
La forma y los procedimientos son garantías, no limitaciones a los que gobiernan. Hay discusiones que han de permanecer en privado, pero los criterios para tomar las decisiones. En la oscuridad de procesos ocultos, es más fácil que manipuladores se aprovechen.
«¿Y ahora qué?», podríamos preguntarnos. Los católicos pedimos tres cosas. Primero, que el informe se traduzca en decisiones. No basta informar, hay que reformarse. Los hechos hablan más fuertes que las palabras.
Segundo, que el abuso de poder, que está en la raíz de lo que refleja el informe, sea perseguido no solo en casos de abuso sexual, sino en todas las esferas: gestión económica, nombramientos, etc. La reforma tiene que poner el punto de mira en la reducción de la arbitrariedad, que es el caldo de cultivo de la corrupción.
Y tercero, que la transparencia no sea la excepción, sino la norma. Hay que darle continuidad. Las autoridades de la Iglesia tienen el deber de informar a los fieles de las decisiones que toman, y que pedir perdón cuando se han equivocado. Eso es lo cristiano.
Tres conclusiones perfectamente válidas para cualquier institución.