Cervantino Brines
«Sin duda la cara más luminosa de Brines es la que se ve reflejada en Cernuda, la que ansía una carne joven que ya no volverá»
Le ha caído el Cervantes a Francisco Brines. Se trata de uno de los premios cuyo palmarés, visto en perspectiva, luce más brillante, y en el que a partir de ahora lucirá un poeta de los que ya no quedan, de los que se han ido muriendo en nuestra juventud para copar los parnasos y las escuelas de filología. A Brines fue a la primera persona que escuché decir que la influencia de Federico García Lorca es muy peligrosa para un poeta. Y tiene razón, puesto que imitar al granaíno es un suicidio, y basarse en un estilo tan personalísimo suele sonar importado. Él, al que la inteligencia le fluye por los versos, dejó que le influenciase más la poética de uno de esos bardos cuyo estilo sí le hace mucho bien al discípulo: Luis Cernuda. De él heredó una sensualidad extraordinaria, y esa lucha contra uno mismo sobre la que la lírica siempre suele crecer robusta y fuerte. También debió heredar la pose de poeta, pues lo veo recibir a los periodistas en su casa de Oliva y pienso que por el objetivo se pasea un dandi de los que pronto ya no quedarán.
Me pregunto si volverá a existir el concepto «generación» ahora que internet y las redes potencian el individualismo, y cada vez es menos necesaria la camaradería del canon. Quizá sea la del Cincuenta la última de estas generaciones normativas. Hay una conexión entre nuestro Brines y Gil de Biedma, Ferrater o Caballero Bonald. Con ellos comparte ese origen burgués que le permitió escapar a la miseria de la dictadura para, desde esa altura, disparar contra ella. Ese grupo que Jaime Gil definió como «señoritos de nacimiento por mala conciencia escritores de poesía social». Él reniega de este último concepto, y asegura no haberla cultivado nunca, pero lo cierto es que, si se revisa ese término que tanto y tan bien define su pulso, la soledad, uno se pregunta cuánto hay de contextual, de social, en suma, en esa especie de drama que el autor construye en torno a sí mismo y aquella posguerra infame.
Sin duda la cara más luminosa de Brines es la que se ve reflejada en Cernuda, la que ansía una carne joven que ya no volverá, la que encuentra en la sublimación de las formas la concepción del estilo moderno, que persigue la metafísica entre la realidad y un deseo que se esfuma, y un manejo de la palabra sofisticado y eficaz. En el sevillano se apoyó para construir su fortaleza en torno a su papel de homosexual, en una época donde no se podía asumir. Cuando entró en la Real Academia, le dedicó el discurso a Cernuda, y le agradece que «por primera vez se expusiera con franqueza la homosexualidad en nuestra poesía». Me alegra que los poetas sigan recogiendo premios, copando el corpus de la literatura que se recordará, y dando lustre a nuestras letras con figuras como las que se han hecho con el Cervantes en los últimos años: Joan Margarit, Ida Vitale, Juan Gelman o el ya mencionado Caballero Bonald. El español siempre fue una lengua de poetas, como bien demostró el escritor que da nombre al premio que nos ocupa, y que nunca pudo alcanzar de poeta la gracia que no quiso darle el cielo. Buenos epígonos, en cualquier caso, han venido detrás para resarcirlo.