20 (y pico) libros de 2020
«Se acaba el año, y toca hacer balance, y aunque esto de las listas sea algo efectivamente pueril, por no decir ridículo, en tiempos tan frenéticos como los que vivimos no deja de ser otra oportunidad para reivindicar libros valiosos»
Si metes a doscientos caballos en un recinto cerrado donde todo lo comestible está a tres metros de altura y te ausentas por cien años, al volver te encontrarás con veinte jirafas. Esto es así, es bien sabido. Del mismo modo, y por motivos parecidos, la concentración de escritores escribiendo, leyendo y publicando en el mismo medio y en el mismo tiempo provoca similitudes, semejanzas y tendencias que no son necesariamente malas, pero que suelen ser empobrecedoras. La mala noticia, entra tantas trágicas, del año más insólito y extraño de nuestras vidas es que todas las melodías consabidas de estos tiempos últimos siguieron desarrollándose, creciendo y ocupando el 90% de los espacios, los escaparates y la atención. Algunos de esos libros «dóciles» a las modas fueron buenísimos, por supuesto, pero siempre hay algo triste en obedecer. La buena noticia es que otros libros se salieron de lo marcado por el mercado (pequeño, pero mercado) de la literatura prestigiosa y encontraron su hueco. Ahora se acaba el año, y toca hacer balance, y aunque esto de las listas sea algo efectivamente pueril, por no decir ridículo, en tiempos tan frenéticos como los que vivimos no deja de ser otra oportunidad para reivindicar libros valiosos, y eso no debería estar de más: algunos de los que van a ser citados no lo necesitan, pero otros quizá sí, no sé.
Como lo que más me importa es la poesía, es con lo que más tacaño y exigente voy a ser: casi por definición, el mejor libro del año en los años en los que publica libro Eloy Sánchez Rosillo ha de ser el suyo. En este 2020 nos trajo La rama verde (Tusquets), y es, como no podía ser de otro modo, otro libro radiante y verdadero, lleno de luz amenazada y de paz herida, pero donde la conclusión es de una alegría inapelable. Pero quiero aplaudir otros dos, sólo dos, de poetas a los que no conocía en absoluto cuando los leí y que en mi opinión han impartido dos clases magistrales en líneas estéticas muy distintas: el sevillano Juan F. Rivero ha dado en Las hogueras azules (Candaya) un libro portentoso, con siete u ocho poemas perfectos, deslumbrantes, y con una sabiduría antigua palpitando en todas las páginas, o sobrevolándolas. Por su parte, la malagueña Violeta Niebla ha demostrado en Compro oro (Letra Versal) que un tema tan prosaico como el dinero o la precariedad económica puede dar lugar a una nueva “poesía social” que es más lo primero que lo segundo, siendo radicalmente comprometida, descarnada, callejera y doméstica, con una rabia muy genuina y fecunda, llena de talento. Estas dos estupendas editoriales, Candaya y Letra Versal, son curiosamente las que han publicado, a su vez, dos de los libros más confundidos y confusos de 2020 (Historia de la leche, de Mónica Ojeda, y Excepción, de Lyss Duval), pero no nos engañemos: en general los todavía jóvenes han vuelto a sacar los colores a los consagrados: si comparamos la inteligencia de Gestar un tópico, de Azahara Alonso (Ril) con el libro de Olvido García Valdés, o las indagaciones de Antonio Lucas en Los desnudos (Visor) con las derivas de César Antonio Molina en el suyo, o la intensidad de Ángelo Néstore en Hágase mi voluntad (Pre-Textos) con la de Chantal Maillard en Medea, o la gracia de Lidia Bravo en La muerte de Christopher Reeve (Pre-Textos) con la comodidad de Álvaro Salvador… concluiremos que ese paternalismo que en general hay desde la poesía veterana es, un año más, sonrojante, y de paso dará que pensar a los que, agarrándose a esa llamada “poesía juvenil”, no ven mucho futuro para algo que, por definición (y se diría que a su pesar), lo tiene.
Pasando a la prosa, hay que empezar diciendo que esa tradicional separación, sin más, entre ficción y no ficción queda definitivamente dinamitada. Siguen existiendo ambos terrenos de juego, naturalmente, pero ya no sólo existe sino que claramente predomina otro que queda a medio camino, el de los libros testimoniales, las “novelas de no ficción”, las crónicas personales, los diarios… Yo ya no puedo sino distinguir esos tres grandes reinos para la prosa, y, comenzando con los cada vez más abundantes “relatos desde el yo”, menciono cinco especialmente brillantes del año que comienza a terminar: para empezar Madrid, de Andrés Trapiello (Destino) es un libro que, por sí sólo, ya salvaría editorialmente el año, porque es, literalmente, el libro de una vida, y se trata de la vida y de la mirada del mejor prosista español vivo. Habrá quien piense que lo afirmo con excesiva contundencia: yo (y sus lectores) sé que probablemente me quedo corto. Por otra parte, Miguel Pardeza continuó en Angelópolis (Renacimiento) lo comenzado hace unos años en Torneo, la literaturización maravillosa de una carrera deportiva gloriosa pero también “montañarusesca” de la que consigue extraer una magia que no es la de los goles, sino la de la meditación sobre lo que uno está viviendo, la conciencia de sí, la necesidad de análisis, que es la necesidad –a veces angustiosa, apremiante…– de redención. Confieso que yo suelo leer varios libros a la vez, los compagino, voy saltando de unos a otros, pero no lo hice los dos días en los que leí La piel (Alfaguara), de Sergio del Molino, porque es un libro tan variado y diverso en sí mismo que ya permitía el cambio de registro y de enfoque, de tiempo y de tono. No es un libro sobre la psoriasis: es, como todos los libros que nos gustan y nos importan, un libro sobre todo y sobre nada. Lo mismo sucede con Ya sentarás cabeza (Libros del Asteroide), el mejor diario del año y un nuevo libro del mejor escritor español de su edad, Ignacio Peyró. Lo curioso es que lo diarístico es el género literario al que suele recurrir la gente que no tiene nada que contar: en el caso de Peyró esto no es así, con lo cual el interés se multiplica: no sólo es un excepcional cronista de la rutina, sino que, en lo que es una especie de bildungsroman secreta, empieza a conocer pasillos cada vez más altos y verse en medio de la rumorología principal, la política, y lo cuenta de un modo histórico: los ministros de los que habla se olvidarán; su relato no. Y el quinto libro personal especialmente destacable es Libro de familia (Seix Barral), del bilbaíno Galder Reguera: a mí, si he de decirlo todo, empieza a estomagarme que venga alguien a contarme su vida, pero cuando se cuenta así, y con esa franqueza, y con esa nobleza, y con esa bondad indisimulable, uno queda desarmado. Un hombre muere el mismo día en el que se ha enterado de que va a ser padre: ese es un hecho extraordinario que da lugar a sucesos más triviales, pero que, bien trenzados, levantan una parábola fenomenal, un libro memorable.
En el mismo terreno de lo personal se mueven dos extraordinarios libros que tienen la fotografía como pretexto: Los Wattlebled (Fracaso Books), donde Paco Gómez regresa al espíritu memorable de Los Modlin, hallando en el Rastro el hilo de una historia (y de una obra fotográfica) mágica, llena de cabos sueltos y de estímulos…; y el Tractatus Logico-Photographicus (Galaxia Gutenberg), de Ricky Dávila, el libro más loco del año y también uno de los más originales, vibrantes y hermosos, la creación de un alter ego en streaming, la ficcionalización, tal vez por timidez, de la magnífica obra fotográfica real de Dávila.
En la no ficción, tres maestros: Jordi Amat, valiente y brillante, ha retratado en El hijo del chófer (Tusquets) al grupo de aduladores, aprovechados y curiosos que, más o menos listos, más o menos honrados, se movieron en torno al poderosísimo Josep Pla en los tiempos en que la abrumadora magnitud intelectual de éste le daba, aparentemente retirado en su masía, un poder real, efectivo, y donde medró concretamente un periodista de cuyo nombre no queremos acordarnos y que acabó en la degradación y el envilecimiento más extremos. Juan Arnau sintetizó en la Historia de la imaginación (Espasa) todo lo que sabe al respecto, y eso es mucho, ofreciendo una historia paralela del pensamiento humano donde, por fin, no se excluya ya no la religión, sino los sueños, lo irracional, lo creativo… Y Antonio Pau hizo un repaso por sus Herejes (Trotta) favoritos, con esa mezcla maravillosa de erudición y buena ligereza que caracteriza todo lo que escribe, rigor y sencillez conspirando a favor del lector y del libro.
Y pasando a la ficción «de toda la vida», y consciente de que se me acaba el espacio, dos extraordinarios libros de cuentos: Juegos de niñas (Pre-Textos), del zaragozano José María Conget, y Antes del Paraíso (Páginas de Espuma), del bilbaíno Pedro Ugarte. El primero, golosamente leído desde siempre por mí, ofrece más de lo mismo, lo cual va a su favor, porque “lo mismo” es literatura de primer grado, llena de bondad y de malicia, de amor hacia la vida y de sospechas mundanas, de sentirse salvado y de sentirse escamado, sin contradicción. Y Ugarte, al que nunca había leído, es un maestro de la cotidianeidad, un sabio del día a día, un incisivo observador de lo pequeño, sí, tan pequeño que nos condiciona la vida, que nos la bendice o nos la destruye. Yo no he leído en 2020 ninguna novela más inteligente, tierna y conmovedora que Poeta chileno (Anagrama), de Alejandro Zambra (también llegó de Chile la principal obra maestra narrativa publicada en España en 2019: nunca me cansaré de exaltar y recomendar Kramp (Alianza), de María José Ferrada), y, por su parte, Juan Gómez Bárcena y Jon Bilbao dieron respectivamente en Ni siquiera los muertos (Sexto Piso) y Basilisco (Impedimenta), mirando ambos a América, lo que cabía esperar de dos de los mejores escritores españoles de hoy: libros de plenitud, vigorosos pasos adelante que, sin embargo, a la hora de los premios, se topan con la rivalidad de lo “obligatorio”, lo “cómodo”, lo “indiscutible”… lo aburridísimo.
Anna R. Ximenós ofreció en Vidas lentas (Pre-Textos) una estupenda novela sobre un tema poco tratado: el de los acompañantes terapéuticos, esas personas que atienden y ayudan a otros y otras en riesgo de exclusión, o recién salidas de la cárcel, o van peregrinando por instituciones de salud mental: me convenció el jaleíllo progresista que se adivina tras sus opiniones (fundadas: la autora sabe bien de qué habla) y la desconfianza ante determinadas inercias administrativas o médicas, el rechazo de algunas medicaciones o la denuncia elegante de la situación de desamparo irresoluble a la que algunos llegan. También muy hospitalaria (en los dos sentidos) es Dicen los síntomas (Tusquets), de Bárbara Blasco, otra novela llena de “buena mala leche”, casi tan sarcástica como su desengañada protagonista, pero finalmente amable, salvadora, como desde luego lo es Los últimos románticos, de Txani Rodríguez (Seix Barral), en la que una especie de Amélie del Nervión derrama su bondad, sus estrategias filantrópicas y sus “conspiraciones” en un contexto de huelgas y enfrentamientos en las fábricas de Llodio.
El colombiano Juan Cárdenas volvió a trenzar magia y denuncia en Elástico de sombra (Sexto Piso), y se publicó por primera vez en castellano la ópera prima de Ramon Saizarbitoria, Porque empieza cada día (Erein), una elegante y razonada defensa del aborto que, por estar escrita en euskera, pasó la censura en 1969, inaugurando una obra narrativa que nunca ha dejado de ser excelente. Por el contrario, y por desgracia, se publicó mucha “subliteratura solapada”: libros malísimos que cuelan por aparecer en editoriales canónicas y que son a la literatura lo que Bustamante a la música: ¿canta Bustamante bien? Yo diría que en absoluto, pero en fin, concedamos que tiene habilidades. ¿Escriben bien estos escritores a los que aludo? Yo creo que no, pero bueno, hagamos el esfuerzo y digamos que sí, que escriben con solvencia, pero… ¿para qué escriben con solvencia?, ¿para quién?, ¿impulsados por qué? El otro día, hablando con la compositora y cantante Maria Rodés (autora, por cierto, del disco español más bonito de 2020, Lilith), estábamos de acuerdo en que difícilmente tendrá valor nada que no contenga una luz interna secreta, nada que no contenga alma, nada que no esté concebido con cariño y verdad… Si la habilidad (que no talento) de esos señores y esas señoras con la escritura se pone al servicio de ese tipo de percepción de la realidad, o al servicio de sí mismos, de su incapacidad de no reprimir los anhelos editoriales aunque no haya nada genuino que decir…, a mí me tendrán frontalmente en contra o, mejor, de espaldas, celebrando cualquiera de los veinte libros destacados arriba, que son los que más cuentan.