THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Los finales de siempre

«Hay finales que no se deben tocar, que deben permanecer inalterables en su altar de la historia del arte»

Opinión
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Los finales de siempre

Sólo le está permitido a usted continuar leyendo esta columna si se ha peleado ya en algún momento con esa maravillosa trilogía que es El Padrino; o bien si, pese a no haberlo hecho, le importa poco que hablemos aquí de su final. Porque habrá spoiler, no me escondo. Vaya por delante que he utilizado el verbo «pelear» con toda la intención, porque desde que la trilogía se completase allá por los años noventa, todo aquel que ha cumplido con las casi diez horas de largometraje se siente con la potestad de juzgar con saña el desarrollo: hay quien piensa que la primera parte es el Augusto del triunvirato, aunque sólo sea por la aparición estelar de Brando; hay quien sin embargo se decanta por la segunda parte de la trilogía, por la riqueza de guión, o por la maestría del dúo Al Pacino – Robert De Niro. Muy pocos, sin embargo, se decantan por la tercera. Quizá sea esta la razón por la que Coppola ha decido, tres décadas más tarde, cambiar las escenas del metraje, sobre todo en lo que tiene que ver con su principio y su final.

Quiero romper una lanza en favor de esta última película de la saga: a mí me parece extraordinaria. Es más, una de mis escenas favoritas de cuantas giran por la bobina es precisamente ese final: el sonido de la Cavallería Rusticana retumbando en las escaleras de la Casa de la Ópera de Sicilia, el alarido sordo de Michael Corleone sosteniendo el cuerpo inerte de Sofia Coppola, el traqueteo de carabinieri a la espalda sin que nadie les haga caso, el flashback que nos lleva a los viejos bailes de Pacino con las mujeres que lo abandonaron: Kay Adams, Apollonia y, como no, su hija recientemente asesinada. De pronto, todo se apaga, y a lo lejos uno se topa con la figura de un Michael Corleone tranquilo, con chaqueta de lana, apartado del mundo. Es un ambiente idílico, un locus amoenus. Sin más, el viejo capo se derrumba, la naranja rueda por el suelo, ha llegado el final con las últimas notas del Intermezzo.  Ninguno de sus enemigos, salvo la vida y, quizá, la propia muerte, pudo derrotarlo.

Le pido desde aquí a Coppola que recapacite. Hay finales que no se deben tocar, que deben permanecer inalterables en su altar de la historia del arte. Ya lo intentaron Bécquer en sus Rimas, y Valle-Inclán en sus Luces de Bohemia: salió mal. Lo intentaron Tiziano con El Festín de BelliniBonet con el proyecto de la Sagrada Familia de GaudíBeethoven con FidelioWarhol con la foto de Prince, y así con tantos que debieron ceñirse a las reglas de lo establecido, en vez de buscar un gramo más de egolatría artística. Algo perdimos con esas modificaciones, y lo que pudiésemos ganar bien vale esta crítica. Déjennos tranquilos con nuestros finales de siempre, señores creadores, no intenten meterle más leña a esta memoria, que vive a gusto con los desenlaces que marcaron sus vidas. ¿Qué hemos hecho nosotros para que nos tratéis con tan poco respeto?

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