Le Carré
«Si alguna vez aprendimos que había gente que se la jugaba por nosotros y que con los malos a menudo había que jugar como lo hacían ellos, fue porque nos lo enseñó John Le Carré»
Raymond Chandler nunca quiso escribir novelas policíacas. Es más: nunca tuvo conciencia de escribirlas, ni reconoció haberlas escrito. Él era novelista y escribía literatura, sin más: novelas a secas, sin etiquetas. Cuando leí las primeras novelas de Chandler –me las pasó en la Barcelona de los setenta la novia de un buen amigo, aficionada a la llamada novela negra y ella misma con algo de personaje chandleriano– no tuve la sensación de entrar en un género concreto, sino de pasar de la literatura de un autor –pongamos entonces que Nabokov o Mutis– a la literatura de otro. Nada más. Aquellas novelas eran buenas novelas tanto en su trama como en su estilo y no necesitaban clasificaciones al margen.
Algo parecido me había pasado un par de años atrás al leer a Dashiell Hammet: no pensé entonces que escribiera novela ‘negra’ o de crímenes sino, en todo caso, novela política, una crítica social a los modos del poder en Norteamérica, vestida de thriller. Salvo cuando leí El halcón maltés, que es una novela distinta pero a la altura de las de Chandler: literatura norteamericana pura y dura, por mucho que se empeñaran en llamarla de género, cuando esta palabra significaba popularmente una cosa diferente que ahora.
Yo no sé si John Le Carré consideraba que el género novelas de espionaje era el suyo o estaba convencido de que su literatura encerraba una voluntad más amplia. Ian Fleming, por ejemplo, sí construyó un mundo alrededor del espionaje y los agentes secretos, distorsionándolo, fantaseándolo y dislocándolo hasta llevarlo a escenografías propias casi de las Mil y una Noches. Le Carré era otra cosa. Le Carré escribía novela política y la mezclaba con la novela literaria. Quiero decir que combinaba el espionaje como reflejo de la política de bloques con la complejidad de la naturaleza humana y sus conflictos. Por ejemplo: el amor, en Le Carré, es pasión amorosa de verdad, no ejercicios de saltimbanqui egocéntrico con exuberantes damas de casino como en Fleming. Al creador de 007 nunca se le hubiera ocurrido que a su personaje le pusieran los cuernos. Uno de los principales personajes de Le Carré, George Smiley, lleva los adulterios de su mujer con una dignidad que impresiona, combinada como está con su grisura vital.
Cuando llegamos a Le Carré –El espía que surgió del frío, El topo…– habíamos nacido en un país que estaba fuera del mundo y por tanto no había vivido, ni vivía, la Guerra Fría. Nosotros la vivimos de forma vicaria y como una ficción más, a través, sobre todo, del cine, pero si alguna vez aprendimos que había gente que se la jugaba por nosotros y que con los malos a menudo había que jugar como lo hacían ellos, fue porque nos lo enseñó John Le Carré.
Quizá por su manera de entender la literatura, valiosa como la de cualquier otro novelista no considerado de género, guardo en un atril de mi estudio una fotografía suya paseando erguido con su whippet –nos gusta la misma raza de perros– por un camino de Cornualles o Cornwall, como dirían sus vecinos. Y mientras pensaba en escribir sobre él, he pensado también en la imposibilidad física de volver a leer sus novelas –al menos las que tengo en casa–: casi todas en ediciones con un papel de pésima calidad y una letra tan diminuta que sólo es legible a estas alturas por los seres que pueblan los viajes de Gulliver. O sea, como novelas de tren que un espía arroja a la papelera al bajar en su estación.
El consuelo es que Le Carré es como Jano bifronte: si buenas son sus novelas, no menos buenas son las adaptaciones cinematográficas de las mismas y esto es un alivio frente a los libros del pasado que nos recuerdan cómo envejece y pierde nuestra vista. La casa Rusia, por ejemplo, con Sean Connery de protagonista y Lisboa como puerto final, es extraordinaria; tanto que la utilicé en un poema de mi libro La vida distinta. El jardinero fiel –mejor la novela, pero buena su versión, tal vez demasiado libre (aunque me compensó por lo mucho que me gusta Rachel Weisz ahí donde aparezca)– nos corroboró que mejor no fiarse de las grandes farmacéuticas (y ya me entienden, pandémicos todos). Y la última versión de El Topo –con Gary Oldman en el papel de Smiley– es insuperable y eso que la vieja serie Calderero, sastre, soldado, espía era de buena factura y tenía al gran Alec Guiness haciendo de Smiley.
En todas ellas el espíritu de Le Carré –las claves de su literatura– está omnipresente. Creo que ese espíritu podría resumirse en esta frase suya: ‘Las mentiras son tantas y tan persistentes, que puede asegurarse que la ficción es la única manera de contar la verdad’. La ficción como enemiga de la mentira. Sólo nos queda darle las gracias. Sin él habría sido más aburrido y nosotros, todavía más incautos.