Por unas élites antielitistas
«Las élites son necesarias en democracia. Pero la democracia no aguanta mucho si se convierte en dominio exclusivo de las élites»
Hace unos días, Diego Garrocho decía en una tribuna en El Mundo que un «seguro irrenunciable de cualquier democracia son sus élites, un cuerpo de ciudadanos independientes de la rotación gubernamental que ha accedido a cargos y posiciones de singular relevancia». Para el autor, es importante que «el acceso a esa minoría responda a criterios estrictos de mérito y capacidad».
Es una postura sensata y a la vez difícil de defender hoy. En Occidente, aunque la ola de populismo parece que no crece al ritmo que se pensaba (e incluso en algunos sitios se revierte), existe la sensación de que la política y la democracia liberal no tienen nada que ofrecer a las clases desfavorecidas. La política, según esta visión, es una competición entre élites en la que la gran parte de la población no pinta nada.
En su provocador The age of neofeudalism, el sociólogo y geógrafo Joel Kotkin establece una nueva jerarquía de las clases sociales en el siglo XXI. Por un lado, tenemos una oligarquía modernizada, ilustrada, educada y defensora de la globalización, la meritocracia y la ciencia. Son los millonarios y multimillonarios que se dicen defensores de causas progresistas pero impiden la movilidad social, evaden impuestos y compran su indulgencia mediante filantropía y causas como la sostenibilidad y el ecologismo. Luego hay dos clases medias: una que denomina clerecía, formada por las «clases profesionales», que se gana la vida en «instituciones cuasi públicas, especialmente universidades, los medios, el mundo de las ONGs y think tanks y el alto funcionariado»; la otra es la yeomanry o clase media tradicional, «formada por pequeños propietarios de negocios, pequeños terratenientes, artesanos, o lo que históricamente denominaríamos la burguesía, o el Tercer Estado francés, muy integrado en la economía privada». Y luego tendríamos a unas clases populares o bajas sin propiedades, endeudadas y precarias.
Según Kotkin, el desencanto con las élites tiene que ver con su desprecio por la movilidad social, que durante décadas fue la gran promesa de las sociedades liberales occidentales. Hoy, esa promesa se ha sustituido por otros valores como la sostenibilidad medioambiental o causas culturales como el feminismo o el antirracismo, que son muy importantes pero no resuelven la desigualdad de renta, la concentración de riqueza, la precariedad, el aumento del precio de la vivienda.
En general, la política siempre ha sido elitista. Los grandes cambios sociales se producen cuando dos élites se disputan el mismo puesto. Como dice un artículo de The Economist, «las crisis sociales no están causadas por un enfrentamiento explícito entre intereses opuestos, sino por el tira y afloja que se produce entre intereses opuestos dentro de un propio cuerpo [institución política o empresarial]».
Las élites son necesarias en democracia. Pero la democracia no aguanta mucho si se convierte en dominio exclusivo de las élites. Como dice Garrocho, hay que construir una «élite sin elitismo». Es un reto muy difícil. Cuanto más compleja es la política, más hacen falta los expertos, lo que provoca más desconfianza en la democracia.