La torre y la plaza
«El lúgubre pesimismo de la torre obtiene su contrapunto, se me ocurre, en el optimismo humanista de la plaza, lugar de comercio de bienes e intercambio de opiniones por excelencia»
La deriva neomedieval de la España de las autonomías –con sus barones, sus fueros, sus jurisdicciones diferenciales, su rebeldía a los espacios comunes– y cuya divisa, en latín casero, podría ser eius autonomia, cuius identitas, trae la imagen, tan propia del Medievo, de la torre. Cualquiera que haya paseado por el casco viejo de una ciudad europea conoce su perfil, compacto y robusto, no distinto de la pieza de ajedrez del mismo nombre, sin más galas que las almenas donde montar guardia, estrechas aspilleras para tirar con la ballesta y dejar pasar algo de luz y, cuando mucho, un ventanuco geminado.
Símbolo arquitectónico de la Edad Media –más aún que la iglesia, típica de cualquier época–, lo característico de la torre es su carácter defensivo. En su interior se sentían a resguardo las familias, con su escudo de armas tallado a la vista de todos. ¿A resguardo de quién? De las otras familias rivales, dueñas de su propio fortín blasonado. El miedo, el pesimismo y el recelo habían sucedido a la relativa confianza y cordialidad que gobernaba el foro o el ágora de la Antigüedad. Tal había sido el impacto en la psique europea de la gran fragmentación política tras la Völkerwanderung y el destrozo causado por las guerras grecogóticas, momento concluyente de la unidad romana.
El lúgubre pesimismo de la torre obtiene su contrapunto, se me ocurre, en el optimismo humanista de la plaza, lugar de comercio de bienes e intercambio de opiniones por excelencia. Es también el lugar del buen humor y la fiesta, como la torre es el lugar del miedo y la sospecha. En la plaza concurrimos no como miembros de un clan o linaje sino como ciudadanos, prontos a impregnarnos de las ideas ajenas y a ensanchar los límites de la personalidad. No por casualidad las plazas que conocemos suelen ser creaciones modernas, fruto de un diseño racional, y por tanto, tienen algo de artificial e ilustrado, frente al carácter más o menos orgánico de la torre.
¿No son acaso torre y plaza aptas alegorías del choque de mentalidades que se dirime hoy en Occidente? La plaza, se diría, es esa ciudadanía común, ese sujeto universal que la postmodernidad da por abolido y escinde en múltiples identidades particulares, empalizadas cada una en su torre. Y quienquiera que camine despreocupado por la plaza, aventando opiniones peregrinas, se expone a ser acribillado por las saetas de los nuevos señores de la guerra (cultural). El postmodernismo revela su naturaleza de premodernismo, un retorno al mundo de las jurisdicciones y corporaciones exclusivas previo a la Revolución Francesa. La representación de lo común se borra, al rechazarse la idea de que alguien perteneciente a un colectivo pueda representar eficaz y lealmente a otro de colectivo diverso. La política de la identidad es una vuelta a la sociedad estamental. Las políticas del reconocimiento son políticas de la suspicacia. El enfeudamiento de la sociedad genera una nueva heráldica, de cada vez más minuciosos cuarteles. Lo común e igualitario, atributo típico de la modernidad (leyes comunes, ciudadanías ampliadas) cede el terreno a lo privativo y excluyente. Cada cual se busca la torre donde mejor pertrecharse de la amenaza del otro.
Queda un cabo suelto: el federalismo, técnica capaz de conciliar lo común y lo propio. Pero el federalismo, que es una forma racional de organizar la unidad evitando la concentración de poder, se desvirtúa cuando se confunde con el tendido de alambradas. Así, el federalismo, que en Europa propone unir y derogar diferencias sin provecho, en España parece querer desunir y obstruir los espacios comunes; en Europa quiere abrir plazas y en España levantar torres.