El show de Trump y su... ¿última temporada?
«Republicanos y demócratas debaten como proceder al final de una presidencia alcanzada por su descaro mediático y marcada por la degradación de la democracia estadounidense»
El asalto al Capitolio, derivado de la marcha Save America, auspiciada por el propio presidente, culmina su caótico mandato. Pero se va (bueno, habrá que esperar) con cientos de miles de votantes nuevos: más de 74 millones en las elecciones del 3 de noviembre frente a los 63 millones de electores que en 2016 comenzaron a llevar a Estados Unidos y, a él mismo, hasta este punto del abismo.
Pese a lo imperativo de las imágenes de la turba -cornamentas, émulos tronados de Daniel Boone, buffalo soldiers de peligroso carnaval e individuos vestidos con sus mejores galas de piel de castor-, los electores trumpistas son diversos. Es falaz estereotiparlos como westerners armados, que llevan gorra-Make-America-Great-Again incluso bajo la ducha y colocan sus botas encima de la mesa de Nancy Pelosi. De costa a costa, razonables ciudadanos votaron a Trump, incluso aunque les provocara sarpullidos por una cuestión de, oops, decencia. Y todos -con su voto individual- han refrendado la política migratoria, las palmadas en el pecho del America First, la gestión armamentística, los logros económicos, la negación de la pandemia y el repliegue de Estados Unidos como líder mundial. Y lo más alarmante, han asumido la degradación de los valores de la República.
Trump en la Casa Blanca ha procedido con un estilo que afiló desde la juventud, un estilo que le procuró éxitos y fama: el mercader, el nieto de un emigrante alemán que se abrió pasó en el Oeste en tiempos de la Fiebre del Oro, supo ver mejor y antes que muchos la ley del espectáculo.
Siendo un veinteañero vendedor de pisos en Queens, Donald J. apostó por la exhibición permanente. Después de algunas operaciones inmobiliarias de éxito, comenzó a dedicar su vida -sin ninguna cortapisa ni restricción moral- a lacrarse el sello de la celebridad.
En On The Air, a comienzos de lo años 70, Philip Roth escribió: «¿Y qué si el mundo fuera una especie de show? ¿Y qué si nosotros somos sólo talentos congregados por el Gran y Prodigioso Boy Scout de ahí arriba? ¡El gran show de la vida! ¡A intrepretar todo el mundo! ¡Supongamos que el entretenimiento es el principal propósito de la vida!».
En su carrera a la presidencia, Trump confesó que la gran lección de su adolescencia la aprendió durante la inauguración del Puente Verrazano. Desde noviembre de 1964, el séptimo puente colgante más largo del mundo, conecta Staten Island con Brooklyn. La puesta de largo de la infraestructura fue monopolizada por los políticos y los principales mandarines de la administración. El trabajo de los verdaderos artífices del puente fue ignorado. Trump, entonces de 18 de años, sostiene que esa fue su primera bofetada para manejarse en un mundo feroz. Era necesario atraer la atención, apropiársela y rentabilizarla.
Hace casi 25 años que el investigador Neal Gabler acertó al explicar el crecimiento de figuras como las de Trump. Las noticias, que hasta entonces se calificaban genéricamente como «serias» y, por extensión, cualquier aspecto de la convivencia relevante, habían virado hacia el entretenimiento. Cualquier insignificancia, cualquier banalidad, alcanzaba el nivel de comentario y difusión de aspectos esenciales en las sociedades democráticas.
Gabler incluyó en su libro Life: The Movie (Vida: La Película,1998) este análisis sobre Trump y la industria de las celebrities:
«Realmente se trataba de un asunto de oferta y demanda. El público demandaba, los medios proveían. Pero como la demanda de celebrities seguía creciendo por encima de la capacidad del finito número de estrellas de cine, cantantes, atletas y otros animadores convencionales, para que pudiera ser satisfecha, los medios tuvieron que crear figuras nuevas (…) Presidentes como Iacocca, Ted Turner, Bill Gates, Ever Kiam o Malcolm Forbes, entre otros, comenzaron súbitamente a protagonizar en las salas de juntas ‘dramas de las altas finanzas’, presumiblemente porque el público disfrutaba con el género. De todos ellos, sin embargo, el más perspicaz recogiendo los frutos de la celebridad y también su más destacado representante ha sido Trump, un magnate neoyorkino relativamente menor, hijo de un promotor inmobiliario, a quien los medios procuraron una gran fama en los ochenta. Para los medios, el descarado y joven Trump era el símbolo de la rapacidad, la ostentación y la avaricia de los nuevos negocios. (…) Trump asumió gustoso que si se quiere competir con el entretenmiiento, uno se tiene que convertir, asimismo en entreteniminento. (…) A los medios no les importó que Trump no estuviera en la misma liga financiera que otros businessmen superstars, su vida era un teatro muy rentable… (…) El show de Trump era tan perfecto que ni incluso con sus empresas cayendo en picado podría cerrarse. Cuando sus inversiones se echaron a perder y los acreedores se arremolinaron, Trump permaneció a flote vendiendo sus activos y renegociando préstamos. Con su habitual insolencia celebró su supervivencia con otro libro, El arte del retorno».
La campaña de 2016, con la que accedió a la Casa Blanca, fue la plasmación práctica de ese estilo desarrapado. Jeff Zucker, uno de los impulsores de The Apprentice, -El Aprendiz, el reality show en el que Trump seleccionaba a futuros businessmen y con el que refrendó su fama en las dos primeras décadas del siglo XXI-, fue luego responsable de la CNN. Los formatos, el entretenimiento y las noticias, hacía tiempo que compartían el mismo terreno de juego, las mismas reglas.
Avalado por los ratings, las televisiones se rindieron al turbión Trump.
«Aquí está mi pregunta -le cuestionaba Donald a Michael Scherer en Time-: Si yo voy a la CNN y digo, mira, vais a tener una audiciencia descomunal, así yo quiero 10 millones para obras caritativas, nada para mí, ¿qué pasa? Les puedo decir a los directivos de televisión, ‘no aceptaré ir al debate a menos que tú des 10 millones de dólares para la lucha contra el cáncer, para esto o para lo otro’. Si yo estoy en esos debates, las televisiones consiguen audiencias de locura. Y por eso se embolsan millones con los anuncios que emiten. ¿No está bien lo que planteo?».
En estos años de presidencia, sus mejores defectos, la improvisación y el desafuero, han sido interpretados como determinación y eficacia; sus exabruptos, provocaciones, los desprecios a los más desfavorecidos y las persecuciones al diferente, consideradas por sus agitados partidarios como virutas de una política indoblegable.
La ausencia de una digna atención social en la primera potencia del mundo, el desastre del mercantilizado sistema sanitario, sus intentos de liquidar el deficiente Obamacare, su obstinación por controlar la Corte Suprema, el atropello de las normas parlamentarias, el abandono del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (firmado en tiempos de Reagan) sin atar ni diseñar otro más amplio, la falta de compromiso con el cambio climático («No voy a parar nuestra industria, mientras que China e India siguen siendo asquerosas», dijo durante el tercer debate con Biden en las presidnciales…), la paralización partidista de un plan millonario de ayuda ciudadana desde la pasada primavera, el crecimiento desaforado de la deuda pública, su incapacidad para mantener equipos sólidos, los cambios constantes en asesores y consejeros de seguridad, de política exterior… Pero ni la más completa fiscalización de su gestión, de su idiosincrasia, hubiera impedido la renovación en la presidencia de no haber sido por su delirante gestión de la pandemia. Mientras el número de muertos crecía exponencialmente, Trump afirmaba que «la COVID-19 estaba doblando la esquina» y congregaba a sus seguidores ignorando las mínimas medidas de seguridad.
Como escribimos hace meses, los grandes retos del mundo han llegado mudos a los votantes de Trump. La campaña permanente, de la que ya en 1982 habló Sidney Blumenthal como «un ininterrumpido proceso para amañar recursos de disposición pública con el fin de perpetuarse en el gobierno», se sigue desarrollando sobre una estructura mediática norteamericana dominada por grandes corporaciones, por tecnológicas que promocionan el ruido, los análisis simplistas y una mareante espectacularización de declaraciones estúpidas.
El consultor político Mike Murphy imaginó que el lincolniano discurso de Gettysburg se hubiera producido en estos años. Y pensó que la cobertura apenas sería un «corte de sonido inmediatamente tapado por los comentarios jactanciosos de un reportero».