Para entender el laberinto catalán (2)
«Todos en Cataluña saben que la carta que determinará el éxito o el fracaso del proyecto independentista será la demográfica»
A muy pocos españoles de la actualidad les suena de algo el nombre de Josep Anton Vandellós, un brillante discípulo barcelonés del célebre estadístico italiano Conrado Gini que acabaría siendo el genuino fundador de la ciencia demográfica en España. A Vandellós, figura de gran influencia intelectual entre las corrientes históricas del movimiento catalanista y promotor, junto con el ingeniero y filólogo Pompeu Fabra, de la Sociedad Eugenésica de Cataluña, se debe este párrafo tan premonitorio escrito muy poco antes de la Guerra Civil, en 1935: «Si continúa la situación actual, en 1965 nos encontraremos con una población no catalana que representará al menos la mitad de la catalana […] ¿Cómo serían las elecciones entonces? Supongamos que los catalanes se encuentran divididos en diferentes partidos y se presenta algún líder que logra agrupar a su alrededor a los descendientes de los no catalanes y a algunos de los elementos de mezcla que sienten la atracción de una psicóloga parecida a la suya. Se podría dar el caso de que este partido no catalán dominase durante mucho tiempo la política de nuestra tierra. Aquella Cataluña no sería en modo alguno la continuadora de nuestra historia». Si se obvia el inopinado paréntesis que supuso la dictadura de Franco, procede reconocer que Vandellós no se equivocó demasiado con aquellas palabras en su tiempo visionarias.
Al punto de que hoy, casi un siglo después de que esas frases extractadas del libro La inmigración en Cataluña salieran por primera vez de una imprenta, ningún análisis que se quiera solvente de la conducta electoral catalana puede dejar de tenerlas muy en cuenta en tanto que principal factor explicativo de las corrientes profundas que determinan la fractura en dos bloques simétricos que caracteriza, y ya de modo crónico, a la política en ese atormentado rincón del Mediterráneo. ¿Cómo entender sin tomar en consideración esa angustia psicológica colectiva, la derivada del muy íntimo temor a verse extinguidos como pueblo por efecto de la presión de los flujos migratorios procedentes del resto de España, que el desastre político absoluto, sin paliativos, que supuso la consumación del procés no tuviese ninguna consecuencia en las urnas para los dos partidos secesionistas que lo habían promovido? ¿Cómo explicar apelando a argumentos racionales que ni un solo votante independentista cambiase el sentido de su sufragio tras consumarse un fracaso histórico que, entre otros estragos, llevó a que cientos de empresas locales trasladasen sus sedes sociales lejos de Cataluña? Simplemente, no se puede explicar sin reparar en ese factor irracional: el miedo latente a desaparecer. Un miedo atávico, el alimentado además por las históricamente bajas tasas de natalidad autóctonas, que, frente a lo que siempre se ha querido creer en Madrid, tiene un peso muy superior a las consideraciones económicas, el manido argumento de la pela, como factor explicativo de la virulencia creciente del separatismo.
«Si no proclamamos ahora la independencia, desapareceremos como pueblo». Lo gritó a los cuatro vientos la entonces presidenta del Parlament, Carme Forcadell, pocos días antes de aquel coitus interruptus en que acabaría la República Catalana de Puigdemont. Y se lo creía en serio. Como se los creen, y también en serio, esos otros dos millones y pico de catalanes que, ocurra lo que ocurra, nunca dejarán de votar a alguno de los tres partidos separatistas, cuatro si se incluye al minúsculo PDeCAT, que se presentan a las elecciones domésticas. Ya desde mucho antes de Vandellós, todavía en el siglo XIX, a los catalanistas les obsesionaba la demografía, una fijación permanente que ahora, huelga decir que por razones obvias, procuran no airear demasiado en público. Si bien procede admitir que les obsesiona con razón. Y es que todos en Cataluña saben que, a la larga, la carta de la baraja que determinará el éxito o el fracaso del proyecto independentista, el catalizador llamado a deshacer el rutinario empate estructural que en el instante presente divide a Cataluña en dos mitades simétricas, será esa, la demográfica. A tal respecto, las proyecciones de población del CIS dibujan para la próxima década un escenario en el que, al margen de los movimientos migratorios procedentes de fuera de España, en torno a dos millones de jóvenes oriundos del noroeste peninsular desplazarán su residencia hacia las áreas de influencia de Madrid y Barcelona. En concreto, la mitad recalarán en Cataluña. Un millón de almas castellanoparlantes, en números redondos. Un millón más. Lo dicho, les obsesiona la demografía. Y con razón.