En tierra de sombras
«La fractura social es un hecho con el que habrá que lidiar en las próximas décadas»
Por debajo de la superficie, empiezan a sucederse pequeños movimientos sísmicos cuyos efectos en el ánimo general son difíciles de predecir. En Palma, por ejemplo, un grupo de restauradores se manifestó contra el Govern, reclamando la reapertura de sus negocios o, al menos, cuantiosas ayudas económicas que garanticen su viabilidad. Se diría que, más que las interpretaciones ideológicas, la anécdota sirve para iluminar la realidad. De mutación en mutación, la crisis sanitaria desemboca en una crisis de gestión y, peor aún, en un shock moral que puede poner en duda los cimientos de nuestro sistema. En un interesante artículo publicado el pasado viernes en este mismo medio, mi compañera Victoria Carvajal sugería que, ante los datos que vamos conociendo, «no hay que descartar que un agravamiento del malestar social mute en una crisis de los fundamentos liberales sobre los que se asientan las democracias avanzadas». De hecho, no hay que descartarlo porque de la pandemia vamos a salir con un paisaje civil completamente distinto al que conocimos en las últimas décadas del pasado siglo. Un escenario para el que, de entrada, no sé si estamos preparados.
El horror de la Covid nos habla de muertos y de ruina. Lo que los medios consideraban en marzo que era «una especie de gripe» se ha convertido en un virus letal que en su primer año ha concentrado los efectos de diez temporadas gripales. Seguramente será mucho peor cuando sumemos los efectos colaterales en la salud de los infectados. Del mismo modo, los escombros económicos que la Covid dejará a su paso permanecen todavía ocultos bajo una espesa niebla. La previsible recuperación en K augura que la base de perdedores puede ser mucho mayor que la de quienes salen ganado.
Entre otros motivos, porque la pandemia actúa como un tribunal implacable que juzgase una realidad que ya no se sostenía del todo por sí misma: son las crisis previas las que, de repente, emergen en toda su desnudez. La revolución tecnológica, por ejemplo, que transforma el paisaje económico y social; pero también el panorama político y cultural. Conscientes de ello, los politólogos empiezan a hablar ya abiertamente de los retos que plantea a las instituciones liberales la tecnopolítica, de la cual hemos tenido sobrados ejemplos estos últimos meses. La obsolescencia de la vieja economía –o de parte de ella, al menos– se ha acelerado este año, pasando millones de trabajadores a engrosar el famoso detritus al que se refería el sociólogo Zygmunt Baumann. La productividad del sistema ya no necesita a esos trabajadores. No es algo que se solucione meramente con ayudas económicas o con subvenciones a fondo perdido, porque el futuro de un país sencillamente no se improvisa. La crisis previa que afectaba al Estado del bienestar se ha acentuado también y ha puesto sobre el tapete tanto su perentoria necesidad como sus evidentes limitaciones en el contexto actual. La fractura social es un hecho con el que habrá que lidiar en las próximas décadas; una fractura en primer lugar económica y de clase, pero también cultural y emocional. El malestar crece y crece bajo la falsa apariencia de orden. ¿Cuándo irrumpirá en la superficie? No lo sabemos.
Pasear por las calles de cualquier pueblo o ciudad europea tiene algo de espectral. Los negocios cerrados, las calles vacías, las colas de Cáritas o de los comedores sociales. Queda un horizonte de esperanza, que es la vacuna, y un anhelo: que la inmunidad de rebaño permita el regreso a la normalidad. Pero la normalidad no regresará del todo, no el orden conocido. Volverá el crecimiento económico y la salud, mas no el mundo previo a la Covid-19. Esta es una realidad que, me temo, no podemos obviar.