Para entender el laberinto catalán (4)
«Algo falla en el relato nacionalista institucionalizado, algo que afecta además a su coherencia lógica interna»
Yo soy barcelonés, algo que nunca se debe interpretar como sinónimo de catalán. Mi infancia toda transcurrió en una calle de un rincón del Ensanche que se llama Ali-Bey en memoria de Domingo Badía, un espía internacional que trabajó al servicio de Godoy, o sea, de la Monarquía Hispánica, en multitud de misiones secretas a lo largo del norte de África y Oriente Medio. Un rincón, el mío particular, muy español. Pese a haber sido concebido por el ingeniero Cerdà, acaso el hombre más odiado y vilipendiado por las fuerzas vivas locales de la época, al punto de que tuvo que ir a pasar los últimos años de su vida en Madrid, lejos de la ciudad que él había creado, el Ensanche acabaría siendo la expresión urbanística de la triunfante burguesía catalana, su principal seña de identidad espacial. Y, en tanto que escaparate arquitectónico de su nuevo poder emergente, el escenario llamado a impregnarse, tanto en sus fachadas como en sus aceras, con la carga simbólica asociada a su nuevo espíritu colectivo. Hablamos, claro está, de aquella misma burguesía decimonónica y mítica que supuestamente alumbró el germen del nacionalismo catalán contemporáneo. Una burguesía, la barcelonesa, que, una vez expulsado a las tinieblas mesetarias el tan denostado Cerdà, se apresuró a poner nombres a sus calles, las de ellos, pues a ojos de aquellos buenos burgueses germinales el Ensanche era y siempre sería suyo.
Cerca de la calle Ali-Bey estaba, y sigue estando, la plaza de Tetuán, la explanada circular donde los niños de mi tiempo iban a patinar y en la que los de ahora, en cambio, pueden disfrutar contemplando la gran estatua gigante del Doctor Robert, el célebre frenólogo racista que ocupa su lugar gracias a una iniciativa del primer alcalde democrático de la ciudad, Narcís Serra. Tetuán, recuérdese, es el nombre de aquella batalla en la que las tropas españolas al mando del general O’Donnell derrotaron, allá por 1860, a los magrebíes. No lejos de Tetuán quedaba mi colegio, en la calle Bruc, casi enfrente del hotel Ritz. Bruc, no creo que haga falta recordar lo que significa esa palabra en el imaginario patriótico español elaborado a raíz de la Guerra de la Independencia. Y a un tiro de piedra de Bruc, la calle Caspe, con otro colegio, el de los Jesuitas, junto a la mejor librería de la ciudad, Laie. Caspe, el compromiso histórico sin el que nunca hubiera existido España. Un poco más allá, tras cruzar la Plaza Cataluña, aparece la que los presuntos padres fundadores de la identidad diferencial catalana moderna decidieron bautizar como calle Pelayo, el lugar donde estuvo la sede de La Vanguardia durante más de cien años y después colonizaron las mismas franquicias vulgares y repetitivas que despersonalizan todos los centros de todas las grandes ciudades del mundo. Pusieron justo allí su principal periodico, el que tendría que difundir su ideario político para que llegara al común, y llamaron Pelayo a la calle. Por Don Pelayo, huelga aclarar. ¡Don Pelayo albergando el genuino núcleo irradiador del nacionalismo catalán primigenio!
Cuando abandona su ciudad con intención de que sea para siempre, la gente suele dejar recuerdos; yo, más prosaico, me dejé en Barcelona el médico de la Seguridad Social. Así, tengo una excusa para volver cuando me sale otra enfermedad. El consultorio asignado a mi tarjeta sanitaria cae en la margen izquierda del Ensanche, siempre visto desde el Paseo de Gracia, la gran arteria que lo parte en dos mitades casi simétricas, en una calle que responde por Numancia. Numancia, sí, Numancia. Si algún entusiasta de Vox ha tenido la paciencia de seguirme hasta este párrafo, lo supongo ya llegando al éxtasis. Tetuán, Bruc, Pelayo, Caspe, Lepanto (no he dicho nada de la calle Lepanto, pero también existe en Barcelona desde hace más de siglo y medio), Numancia… Algo falla en el relato nacionalista institucionalizado, algo que afecta además a su coherencia lógica interna, cuando se deja sin explicar un fenómeno tan desconcertante como el que nos ocupa. ¿En qué cabeza medianamente amueblada cabe que una burguesía precursora de un proyecto identitario orientado a construir una comunidad imaginada opuesta y enfrentada a la idea de España decidiese bautizar con esos nombres algunas de las principales arterias de su principal capital? Leído en clave nacionalista catalana, el nomenclátor decimonónico de Barcelona no tiene ni pies ni cabeza. Porque la carga alusiva de todos esos rótulos remite a un objetivo claramente nacionalista, sí, pero nacionalista español, no catalán. Continuará.