Un dolor callado
«El sufrimiento exige un lenguaje íntimo que sólo el arte y el amor saben articular. Paseas, con la cabeza gacha, mirando el suelo, por las calles vacías de las ciudades, sin turistas en las terrazas de los bares o los restaurantes»
«¿Y esto, puede escribirlo?», le preguntaron a Anna Ajmátova frente a la cárcel. La tierra estaba nevada, hacía frío. Todos la miraban. «Sí, puedo», respondió, y escribió un largo poema titulado Réquiem. Era el tiempo de los gulags, del terror soviético. Ahora vivimos el tiempo de la pandemia, y el horror es otro, pero también haría falta un poeta para contarlo. Las cifras no reflejan el sufrimiento cotidiano de la gente, su humanidad herida. Nos hablan del número de muertos –acercándose ya a los sesenta mil en España–, de la caída histórica de nuestro PIB –similar a la que sufrimos durante los años de la Guerra Civil– y de las tasas crecientes de desempleo. Nos hablan de la pobreza severa que aflige a tantos españoles –cerca de ochocientos mil, según Oxfam– y de las dificultades de tantos otros para llegar a fin de mes. Sabemos todo esto, pero no vemos el rostro de las personas ni sondeamos el dolor real que las aqueja.
El sufrimiento exige un lenguaje íntimo que sólo el arte y el amor saben articular. Paseas, con la cabeza gacha, mirando el suelo, por las calles vacías de las ciudades, sin turistas en las terrazas de los bares o los restaurantes. Sabes que hay un sufrimiento callado del cual sólo nos llegan los ecos: gente mayor, encerrada en su casa o en su residencia, aislada de su familia y de sus amigos; familias jóvenes que han perdido el trabajo o han visto reducido su sueldo por un ERTE de mal pronóstico; autónomos que luchan por no cerrar sus empresas… La angustia crece y se agazapa en los lugares más insospechados. He conocido a pacientes con cáncer que han muerto, seguramente antes de hora, debido a los retrasos causados por la pandemia. He conocido a trabajadores de clase media que acuden puntuales todos los jueves a los comedores de Cáritas y de la Cruz Roja. He visto a personas descomponerse mentalmente, rotas por el sufrimiento que ha provocado el coronavirus. Percibo el rencor que se propaga en voz baja, la inquina que arraiga y se dispara contra quién sea; lo importante es que sea contra alguien: un edil local, un presidente autonómico, el director de una sucursal bancaria, un maestro de escuela…
Cuando esto termine, ¿en qué paisaje de ruinas estaremos inmersos? ¿Cuánto durarán las secuelas psicológicas? ¿Y las económicas? ¿Y las familiares? La humanidad es fuerte y saldrá adelante, pero siempre hay caídos –hombres y mujeres para los que no hay vuelta atrás–. El tiempo es inmisericorde con todos; el paisaje, desolador. «La realidad es una fuerza potentísima», decía Pla, y es la realidad la que se ha impuesto durante este último año, con una plaga que nos desnuda y nos recuerda que somos mucho más débiles de lo que creíamos. Más frágiles, más pobres, más mortales… Hombres, en definitiva, que vagan entre ruinas: una distopía en alta definición y con efectos 3D. ¿Quién lo narrará? No los científicos sociales, ni los políticos, ni los analistas. Sólo podrá hacerlo un escritor como Ajmátova, mientras esperaba ver a su hijo preso en una cárcel de la URSS.