Hay debates que no son tales
«La prostitución es, ante todo, una realidad que aceptamos como parte inevitable de la vida»
Ayer Mabel Lozano publicaba en el diario El País una nueva entrega de su serie de artículos dedicados a describir el horror de las mujeres en situación de prostitución. A través de ellos y de toda su obra, Lozano cuenta como una mera narradora la vida y —salvo excepciones— la muerte de mujeres que se prostituyen. Sin duda, impacta. Hiela la sangre. El trabajo de campo de esta autora presenta una realidad material aterradora en la que se encuentran muchísimas mujeres y que es de escala planetaria. Por eso, me pregunto: ¿cómo es posible que una práctica sistemática que arranca vidas, esclaviza y maltrata a miles de mujeres en el mundo puede considerarse un debate sin fin ni solución?, ¿cómo puede ser que los postulados regulacionistas se admitan en algunos partidos ideológicamente de izquierdas?, ¿cómo puede ser que exista esta tibieza pseudointlectual sobre la vida de las mujeres?
A continuación haré unos apuntes sobre este tema, no porque lo considere debatible, sino porque es una obligación ética denunciarlo y señalar un problema invisible que es intolerable e incompatible con los derechos humanos. Lo primero que podemos afirmar acerca de la prostitución es que apenas contamos con datos que nos permitan extraer conclusiones sobre esta cuestión más allá de lo relacionado con la política criminal —algunos informes de la fiscalía y datos aportados por la Policía Judicial—. Sin duda, la falta de datos es un dato; hablamos de una realidad sobre la que apenas se han realizado estudios de campo, que tenemos integrada y que toleramos jurídicamente. Suelo usar el siguiente ejemplo porque me resulta ilustrativo: en España es relativamente fácil ver mujeres aguardando para ser prostituidas en una rotonda por la noche, no es complicado pasar por delante de un club de carretera y en todas las ciudades del país conocemos una zona dedicada a la prostitución. Además, los chistes y chascarrillos sobre este tema están normalizados en todos los ámbitos; el oficio más antiguo del mundo, que dicen por ahí.
La prostitución es, ante todo, una realidad que aceptamos como parte inevitable de la vida —quizás por eso existen estas retóricas relativistas en la política— y esto hace que la concibamos como algo mucho menos malo que, por ejemplo, lo que entendemos por una agresión sexual, sin embargo, ¿puede el consentimiento sexual comprarse? ¿Puede siquiera contemplarse la posibilidad de que, en la inmensa mayoría de los casos, exista un mínimo atisbo de consentimiento en estos contextos? ¿No hay abuso en las relaciones sexuales que no parten del deseo?
Según datos publicados por la ONU y suscritos por APRAM —Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida—, el 39% de los varones en España han reconocido haber recurrido a la prostitución en algún momento de su vida. Estos datos fueron editados por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad en el año 2016.
Hablar de prostitución no es incómodo cuando la definimos mediante términos o marcos que no interpelan, que no cuestionan directamente a los abusadores o que pretenden hablar de realidades diversas. Por eso, es una trampa plantear esta brutalidad como un debate cuya base es la libertad y no el machismo: mientras sigan existiendo posibles posturas, opiniones y teorías el grueso del problema seguirá siendo relativo y continuará sin definirse realmente. El hecho de que aceptemos matices que pretenden hacer categoría de la anecdótica libertad de contadas mujeres que acceden a prostituirse por deseo propio es impreciso y sangrante.
Llegados a este punto, quizás debemos empezar a plantear la idea radical de que no existe tal debate: existen víctimas que necesitan respuestas porque la prostitución es, ante todo, una forma brutal e invisible de violencia machista. Empecemos por ahí.