THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Lo que aprendí trabajando para el nuevo cole de la Princesa Leonor

«La idea cuando elaborábamos preguntas para colegios como el nuevo de Leonor no consistía en esperar que el alumno repitiese lo que en clase ha dicho el profesor. La idea era más bien someter a cada alumno a un reto»

Opinión
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Lo que aprendí trabajando para el nuevo cole de la Princesa Leonor

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La noticia de que la Princesa de Asturias cursará los dos próximos años en el UWC Atlantic College de Gales está dando lugar, como era esperable, a todo tipo de dimes y diretes. Personas que ayer ni siquiera sabían de la existencia de la fundación a que pertenece, Colegios del Mundo Unido (UWC), poseen hoy ya sólidas opiniones acerca de qué formación estos centros imparten, si merece la pena la misma o sobre cómo saldrá la futura Leonor con 18 años de allí. Tal es, en suma, el mundo de redes sociales lenguaraces que nos ha tocado vivir.

No me gustaría contribuir a esas habladurías, por lo que me ceñiré aquí a intentar explicar lo único que conozco. Y es que, recién doctorado en Filosofía por la Universidad de Salamanca, allá por 2003, tuve la fortuna de ser seleccionado para uno de los trabajos en que más he aprendido de toda mi vida, aunque lo fuera a tiempo muy parcial y durante solo tres años. Fui seleccionado para elaborar los exámenes y definir las evaluaciones de la asignatura de Filosofía que imparten los citados Colegios del Mundo Unido. Otros tres filósofos y yo (tuve compañeros a veces estadounidenses, canadienses, argentinos, australianos…) nos reuníamos un par de veces al año muy cerca del futuro colegio de la Princesa, en Cardiff, para, sesiones maratonianas mediante, cumplir tal labor.

Este es un primer rasgo que sorprenderá a los acostumbrados al sistema educativo español. Aquí es siempre el mismo profesor que imparte la materia quien idea las pruebas con las que la evaluará; y también es él quien las corrige. Todo queda en casa. La única excepción es la famosa Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU), antigua Selectividad, donde los exámenes los diseñan profesores externos y profesores externos los calificarán.

En el colegio al que asistirá nuestra Princesa podríamos decir que cada prueba que pase durante dos años será como una pequeña EBAU: la evaluarán siempre profesores que no la conozcan, y que pueden provenir de cualquier parte del mundo: Tokio, Montevideo, Salamanca o Carabanchel. Y, además, las preguntas del examen tampoco habrán sido elegidas por sus docentes en Gales. Todo un reto para ellos, pues de algún modo así son examinados año tras año también.

Con todo, lo más interesante de estas evaluaciones no es su carácter externo. O el prodigioso sistema informático que, gracias a millones de cálculos, logra que no se noten las diferencias entre cómo evalúa, pongamos, un severo catedrático de Múnich y un mucho más laxo profesor como yo. Pues, sí, cada corrector de exámenes tiene a su vez moderadores que evalúan la fiabilidad de cómo ha corregido; y los datos que aportan estos moderadores a su vez son calificados en una gran reunión de evaluación final (Grade Award Meeting). Eran esas reuniones en las que tuve la fortuna de participar. (Si al lector le está pareciendo enredado leerlo, imagínese cómo es organizarlo. Pero no negaré que tiene una parte hermosa: el inconfundible aroma del trabajo que se toma en serio y se hace bien).

Mas, como decía, no es ni mucho menos este sistema de calificaciones lo que me marcó más hondo durante mis estancias en Cardiff. Aprendí aún más como docente cuando me entrenaron para concebir buenas preguntas de examen. Y para diseñar buenas instrucciones con que ayudar a quienes las fueran a corregir. Pues esas fueron otras dos labores que durante aquel tiempo ejercí.

¿Cómo habían sido la mayoría de las preguntas con que me había encontrado desde que empecé a tener exámenes, allá por 1º de EGB, durante los 12 años de colegio posteriores, o durante mis 5 años de carrera en la Universidad? Digamos, básicamente, que (salvo en matemáticas o ciencias, donde sí podrías enfrentarte a insólitos problemas) el profesor te hacía preguntas concretas sobre algo de lo dicho en clase, ya fuese un dato aislado (“¿en qué año se reconquistó Toledo?”) o un tema más amplio (“explique los rasgos esenciales de la Generación del 27”). Y tú intentabas reproducir más o menos en el examen lo dicho en clase sobre tal cuestión.

El enfoque en los Colegios del Mundo Unido cambia completamente. Y es tan exitoso que hoy se ha exportado por todo el mundo (haciendo honor a su nombre) a través del denominado Bachillerato Internacional (ojo, padres: hay por lo tanto colegios e institutos en España, o en cualquier país hispanohablante, que siguen esta línea; quizá a sus hijos les pueda interesar). 

La idea cuando elaborábamos preguntas para colegios como el nuevo de Leonor no consistía en esperar que el alumno repitiese lo que en clase ha dicho el profesor (algo, además, imposible de evaluar por nosotros, dado que no conocíamos a ningún profesor, y menos aún lo que cada cual hubiera podido soltar en su aula). La idea era más bien someter a cada alumno a un reto. El reto de pensar por sí mismo sobre un problema, filosófico en nuestro caso, al cual el alumno tenía que dar una respuesta que demostrase dos cosas: que sabía de ese asunto, sí, pero también que era capaz de pensar por sí mismo dentro de él.

Quizá quede más claro con un ejemplo. Pongamos que se quiere acercar a los alumnos al filósofo John Stuart Mill (algo que no vendría mal, por cierto, en esta Españita nuestra, en que cada vez hay más ataques contra la libertad de expresión).

El primer paso entonces no será, en el futuro colegio de la Princesa, que esta tenga que escuchar a un profesor perorar sobre tal autor: tendrá que ser ella la que tome su texto paradigmático, Sobre la libertad, de 1859, y se ponga a leerlo (con la ayuda, ahí sí, de su docente para cualquier duda o desazón). Una vez efectuado ese primer paso, la clase no consistirá en meramente repetir lo leído, sino en preguntarse sobre qué argumentos son los más importantes, cuáles los más exitosos; qué críticas podrían hacérsele a Mill y qué puntos deja abiertos ese texto que nos legó. La profesora de Filosofía probablemente preguntará a Leonor sobre casos que el libro ni siquiera menciona, inquirirá sobre problemas nuevos o del periódico de ayer. Lo mismo harán entre sí unos alumnos con otros, a los que se incitará al debate. Un debate instruido, claro, porque se ha leído; no el guirigay de meras opinioncitas que a menudo hoy se toma por tal.  

Esas mismas habilidades entrenadas en clase son las que valorábamos quienes redactábamos las preguntas para su examen; y eran las que indicábamos tajantemente a los correctores que deberían evaluar. Esas mismas habilidades son las que luego, ya como profesor universitario, he tratado de inculcar y reconocer en mis alumnos. Pero con una dificultad añadida: que a menudo ellos no habían pasado antes por un bachillerato, como el del UWC Atlantic College, que les enseñara a pensar.

A veces me malicio que la educación en España hoy parafrasea aquel chiste que se contaba sobre la Unión Soviética: los alumnos hacen como que aprenden cosas, los profesores como que se las enseñamos. ¿Salen las masas de alumnos que pasan por 10 años de enseñanza obligatoria capaces de argumentar con coherencia sobre diversos campos; capaces de leer libros básicos sobre todos ellos; capaces de manejarse ante problemas nuevos que se les presenten sobre (me ciño al campo de la Filosofía) ética, pensamiento político, lenguaje o religión? Estas son las preguntas que deberíamos estar debatiendo en España, más allá de si Su Majestad el Rey, como empleado público, dedica parte de su sueldo a este colegio o aquel. Pero, por desgracia, aquí la pescadilla se muerde la cola: justo una sociedad poco ilustrada se perderá en debates estériles, y no en aquellos que la pueden sacar de su falta de ilustración.

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