THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

¿La tiranía del mérito?

«Nadie es merecedor ni de su dotación genética ni de la familia que lo acoge. Precisamente por eso tenemos el deber inexcusable de la solidaridad»

Opinión
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¿La tiranía del mérito?

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Platón que, dicho sea de paso, de neoliberal tenía poco, funda la ciudad justa de La república como se debe, sobre sus dos condiciones de posibilidad: la necesidad de mentirnos a nosotros mismos sobre la bondad de lo nuestro y la incapacidad para contentarnos con lo que tenemos. Todos -ya lo decía la canción- queremos más. Por eso en toda ciudad hay siempre tensiones entre los que pueden permitírselo y los que no.

Michael J. Sandel parte en La tiranía del mérito de esta obviedad: si necesitamos un profesional, no nos contentaremos con chapuceros. «Nada de malo hay -asegura- en contratar a las personas sobre la base de su mérito; de hecho, es en general el modo correcto de proceder […]. Contratar a personas por su mérito es una práctica buena y sensata» (p. 47). Por supuesto, no poder contratarlas es frustrante. Por la misma razón, si acudimos a una oficina gubernamental, deseamos ser atendidos con corrección y eficiencia. Por eso queremos que los puestos públicos estén abiertos al talento y los privados a la libre competencia.

Todos demandamos servicios de calidad y a todos nos demandan que prestemos servicios de calidad. Todos somos trabajadores y consumidores. Surgen así dos comportamientos que van acompañados de su moral específica: la del trabajo y la del consumo. La primera se expresa en nuestra productividad y la segunda en la confianza del consumidor. Esta dinámica, propia del capitalismo moderno, tiene efectos beneficiosos, pero también perversos. Sandel pone la lupa en las perversiones, insistiendo en que los triunfadores blindan las posiciones que han conquistado y desprecian a los que fracasan por no haberse esforzado lo suficiente. Ve en el hecho indudable de que la movilidad meritocrática deja a muchos ciudadanos rezagados, la justificación del resentimiento de los que habrían dado apoyado al populismo de Trump. «Más que una protesta contra los inmigrantes y la deslocalización, la queja populista va dirigida contra la tiranía del mérito. Y está justificada» (37).

Ascender socialmente nunca es fácil. Pero lo que tenemos que ver es hasta qué punto es posible. Tomemos algunos datos que nos presenta Sandel sobre los Estados Unidos. «Solo alrededor de una de cada cinco personas que nacen en un hogar del 20% más pobre según la escala de renta estadounidense logra formar parte del 20% más rico durante su vida» (35). O sea, que uno de cada cinco personas que nacen entre los estratos más pobres alcanza el de los más ricos. ¿El dato es bueno o malo? Tras dividir la sociedad en 5 tramos de riqueza, afirma que entre un 4 y un 7% de los nacidos en el más bajo asciende hasta el más alto, «y solo un tercio llega a uno de los tres tramos superiores» (99). ¿Es un dato tan negativo? Más del 70 por ciento de los alumnos de las universidades más elitistas provienen del cuartil superior de la escala de renta. Por lo tanto, en torno al 30%, no. Teniendo en cuenta estos datos, ¿alguien se atrevería a mirar a un niño pobre a los ojos y decirle que no tiene motivos para la esperanza?

Sandel llega a la conclusión de que «una meritocracia, ni siquiera una perfecta, pueda ser satisfactoria ni moral ni políticamente» (36). «Aunque llegara a ser equitativa, nunca podría ser una sociedad buena, pues tiende a generar soberbia y ansiedad entre los ganadores y humillación y resentimiento entre los perdedores» (157). «El ideal meritocrático no es remedio contra la desigualdad; es, más bien, una justificación de ésta» (159).

Pero, una vez que ha afirmado que «el mérito es el modo correcto de proceder», ¿qué alternativa plantea? Si el mérito ha de continuar siendo «un factor en la asignación de trabajos y roles sociales», ¿cómo «vencer la tiranía del mérito» (199)?

Todo lo que nos ofrece como respuesta son vaguedades: una «verdadera igualdad de oportunidades» (113); «la compasión y la solidaridad» (189); la reconsideración del «modo en que concebimos el éxito» (199) y el «modo de valorar diferentes tipos de trabajo» (246); «restablecer la dignidad del trabajo» (267); relajar el estilo de crianza de los padres y madres «helicóptero» (242); «desplazar la carga impositiva desde el trabajo al consumo» (281); «apagar la máquina de clasificación meritocrática» (242) o facilitar «espacios y ocasiones para la deliberación pública» (268).

Ser pobre no es ningún chollo, pero, a pesar de todo, yo prefiero ser pobre en una sociedad dinámica que en una sociedad estamental. Sin embargo, Sandel sostiene que «si, dentro de una sociedad feudal, naciera siervo, mi vida sería dura, pero no estaría lastrada por la convicción de que nadie más que yo sería el responsable de que estuviera ocupando esa posición subordinada» (151).

Es obvio que las condiciones de partida de la carrera meritocrática son claramente desiguales. Nadie es merecedor ni de su dotación genética ni de la familia que lo acoge. Precisamente por eso tenemos el deber inexcusable de la solidaridad. Hay meritócratas engreídos, que tienden «a mirar por encima del hombro a las víctimas de los infortunios» (66), pero también los hay filántropos que se toman muy en serio el bien común. No es justo moralizar el fracaso de manera indiscriminada, pero es injusto no moralizar el esfuerzo de quien busca mejorar las condiciones de vida de los suyos. La nómina es importante; pero por sí misma no define el éxito o el fracaso de una vida. La posición laboral es relevante, pero en nuestra vida cotidiana participamos en más ámbitos de copertenencia que el laboral y en cada uno de ellos encontramos oportunidades de afirmar nuestro valor.

Sostiene Sandel que hay dos visiones del bien común: la consumista y la cívica. Esta última sería la del trabajo. Estoy tan de acuerdo que no dejo de reivindicar la moral del trabajo frente al predominio de la moral del consumo. Esto, a mi modo de ver, significa poner en valor la moral del sentido común frente a la moral hedonista y autoindulgente del “people of fashion” (por utilizar los términos de Adam Smith). La primera reclama, entre otras cosas, concentración de la atención y postergación de la gratificación del deseo. La segunda, con los recursos de la publicidad, nos urge a la inmediata satisfacción del deseo.

Eso que Sandel llama populismo quizás pudiera verse también como una revuelta de la moral del trabajo contra la “moral fashion” o, dicho de otra forma, la expresión de una incapacidad para comprender el mundo de la vida desde las categorías de la corrección política.

La madre de Benjamin Carson, director de neurocirugía pediátrica en el Centro Infantil del Johns Hopkins, era una empleada doméstica suficientemente sagaz como para darse cuenta de que la gente de éxito pasa más tiempo leyendo que mirando la televisión, así que decidió que sus hijos sólo mirarían tres programas de televisión a la semana y dedicarían una parte de su tiempo libre a leer libros de la biblioteca pública. Además, al acabarlos, debían entregarle un comentario por escrito. Los leía en silencio y de vez en cuando ponía algunas marcas ilegibles en los márgenes. Años más tarde, Benjamin Carson descubrió que su madre no sabía leer. ¿Podemos ignorar la conducta ejemplar de esta mujer? Les confieso que es una de mis heroínas morales.

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