El moderadito
«Al moderadito le encanta decir cosas que en realidad no significan nada: así aspira a gustar a todos los bandos en disputa, aunque ofenda al respeto por la verdad»
Es probable que no sea yo la persona más idónea para hablar de los moderaditos. Me aqueja desde niño un pequeño trauma al respecto. De ahí que no brille uno precisamente como moderadito si escribe sobre ellos.
Estábamos por aquel entonces decidiendo en nuestra pandilla si salir o no de excursión al día siguiente. Se habían configurado dos posturas netamente opuestas. Una amiga sostenía con vehemencia que no. Un servidor defendía, no menos ardiente y entusiasmado, que sí. Tras exponer cada cual nuestros argumentos, solicitamos opinión al resto de compañeros.
Y entonces, llegado el turno al cuarto o quinto por hablar, y habiéndose constatado una opinión grupal dividida (hoy diríamos «polarizada»), me topé con mi primer moderadito. Un antiguo amigo manifestó atribulado: «Yo estoy completamente de acuerdo con vosotros dos».
Aquello produjo en mi mente un pequeño sismo. ¿Cómo era posible conmover así las bases de toda lógica? ¿Cómo se puede querer con toda el alma ir de excursión y, al mismo tiempo, no ir? En aquellos tiempos un servidor lo ignoraba, mas en efecto aquello estremecía los fundamentos de nuestra civilización. La cual, al menos desde Aristóteles, ha aceptado masivamente que no puede darse, a la vez y del mismo modo, A y no A. El principio de no contradicción.
Al moderadito, sin embargo, Aristóteles no le importa. O, mejor dicho, le importa solo moderadamente. Es probable que haya creído adoptar para sí, de hecho, otro principio aristotélico: el del mesotés o punto medio. El moderadito piensa que este filósofo de Estagira nos recomendó no ser nada en demasía: ni demasiado sinceros ni demasiado embusteros, ni demasiado corajudos ni demasiado asustadizos.
En realidad, naturalmente, no hay nada de eso en el gran maestro griego, que como griego amaba todo lo excelente (lo bello, lo fuerte, pero también lo bueno). Y que como maestro sabía que para atinar con la excelencia (la valentía, por ejemplo) hacía falta huir al mismo tiempo de dos vicios: en este caso, la cobardía y la temeridad; pero no ubicarse en algún lugar entre la cobardía y la valentía: pues esta segunda, lejos de ser viciosa como la primera, es justo la parte excelente de la vida a que debemos aspirar.
El moderadito no ha entendido bien esta idea de Aristóteles, pero sí ha captado hábil otras reglas de la vida. El padre de mi amigo Andrés González llama, a los moderaditos, listontos. Esto es, individuos que sacan muchísimo beneficio de hacerse los tontos. Mi antiguo camarada moderadito, cuando apostaba por ir y no ir de excursión, sabía de sobra que realizar ambas cosas a la vez resulta imposible para los que somos incapaces de bilocarnos. Pero ansiaba sacar un sólido beneficio de fingirse tonto al respecto; pensaba poder así caernos bien por igual a tirios y troyanos, seguir siendo el más amistoso con todos: hacerse el listonto.
El moderadito suele tener una magnífica opinión acerca de sí mismo. Hay que reconocer que se lo ponemos fácil: en nuestro mundo los listontos tienen muchas bazas para triunfar. El moderadito muchas veces es guapo o amable, y disfruta muchísimo de que todo el mundo esté de acuerdo con su amabilidad o guapura. No puede entender, pues, por qué la gente no se halla también completamente de acuerdo acerca de todos los demás aspectos de la vida. Cuando los humanos discrepamos sobre esto o aquello le fallamos, de algún modo, al moderadito. Le hacemos un feo. Él nos lo paga, entonces, con su moderantismo. «Tenéis razón todos y no tenéis razón ninguno, porque habéis empezado haciendo las cosas ya muy mal: por poneros a discrepar».
El moderadito también anda persuadido de su propia bondad moral. Si le preguntásemos al moderadito, nos confesaría que él considera que muchos grandes horrores de la humanidad (el totalitarismo nazi, los campos de los jemeres rojos, el Gulag soviético) se produjeron porque la gente dejó de ser tan moderadita como él. En realidad, nuestro moderadito ignora que todos esos horrores necesitaron no solo a personas nítidamente ajenas al moderantismo, sí (Hitler, Pol Pot, Stalin), sino que a estos les fue imprescindible también para sus fechorías contar con miles, con millones de moderaditos como él: gentes que asistieron impasibles a tales horrores sin perder nunca, o no perder en exceso, su proverbial moderación.
Vivimos una época esplendorosa de moderaditos. No queda casi institución que no se haya impregnado de su inconfundible olor. Existen rumores, incluso, de que el moderadito pronto se convierta en disciplina olímpica. Si no ha ocurrido aún es, naturalmente, porque en favor de tal causa, como de cualquier otra más insigne, los moderaditos se aplican solo con muy moderada devoción.
¿Por qué florece hoy tan copioso el moderadito? Desentrañar tal pregunta necesitaría estudios específicos, similares a aquellos que hiciera Carlo Maria Cipolla en los años 70 en torno a la estupidez humana. Y que le permitirían desentrañar sus famosas cinco leyes: tal que, la primera: «Siempre, e inevitablemente, todo el mundo infravalora el número de estúpidos en circulación». O la cuarta: «Los no estúpidos siempre se quedan cortos al valorar cuánto daño pueden ocasionar los estúpidos». (Ambas leyes científicas, por cierto, probablemente tengan correlatos en el campo de los moderaditos, aunque con ello solo desearíamos animar a jóvenes investigadores a profundizar ahí).
También instigamos a los jóvenes estudiosos a conectar al moderadito con otros fenómenos típicos de nuestro tiempo. Como ese que el filósofo Harry G. Frankfurt ha analizado bajo el término bullshit, «farfolla» o «chorradas»: la costumbre, cada vez más frecuente, de hablar por hablar, sin guardar la menor preocupación por si lo que se dice es o no verdad. Al moderadito le encanta decir cosas que en realidad no significan nada: así aspira a gustar a todos los bandos en disputa, aunque ofenda al respeto por la verdad.
Sin pretender ni mucho menos, pues, agotar con nuestras humildes sugerencias este fecundo nuevo campo de estudio, sí que nos atreveríamos, empero, a esbozar por último tres hipótesis de por qué el moderadito es como es. Y por qué tantos se suman hoy a él.
La primera hipótesis es de carácter histórico. Ya hemos apuntado a ella. El moderadito cree que las catástrofes del siglo XX, en especial la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, nos han legado una enseñanza: es grave daño mostrarse firme en cualquier postura. El problema de Hitler, Goebbels, Himmler, Mussolini, Stalin, era que atesoraban convicciones demasiado sólidas. Combatamos, pues, todo autoritarismo siendo blanditos, dúctiles, moderados. Seamos débiles y nunca más volverá a cundir la desazón.
Al profesor Walter Kotschnig, judío que logró escapar de la Alemania nazi en 1939, le descorazonaba ya entonces esta idea, que luego tanto lustre habría aún de cobrar. En el famoso discurso que impartió ese año en el Smith College porfió por rebatirla. No es que Kotschnig despreciara cierta apertura mental en la vida; pero nos recordaba que también convenía ir armados de principios fuertes por ella. Pues horrores como el totalitarismo no se combaten solo siendo blandos y «abiertos de mente», sino también con certezas robustas (y a veces con armas robustas), por extraño que le resulte a los moderaditos. Kotschnig lo resumió en una frase que ya hemos comentado en otro artículo: abre tu mente, sí, pero que no hasta el punto de que se te caigan los sesos al suelo. Ni las gónadas tampoco, añadiríamos aquí.
Nuestra segunda hipótesis sobre el triunfo hodierno del moderadito es de tipo filosófico. También hemos aludido ya a ella. En tiempos en que no importa mucho qué sea verdad y qué sea mentira, en tiempos de emotivismo, ahí cuando las emociones parecen ser lo único relevante, el moderadito nos ofrece sentimientos agradables, mullidos, suaves: tan blandos por fuera, que se dirían todos de algodón. ¿Qué importa que el moderadito vaya en contra de la lógica? ¿Qué importa que vaya contra la verdad, o incluso la decencia? Hoy lo que más valoramos es que nuestros semejantes nos hagan la vida fácil; y el moderadito parece hacérsela a todos. (Cuando, tiempo más tarde, llegan los desastres que, por su pasividad, ha propiciado el moderadito, ya estamos demasiado ocupados combatiéndolos como para recordar que él los favoreció).
La tercera hipótesis para explicar la proliferación de moderaditos es de tipo religioso. Vivimos en una cultura cristiana, y el moderadito ha sabido revestir su carácter de cosas que parecen afines a tal tradición. Lo ha hecho de manera moderada (poco nos extrañará a estas alturas): es decir, habrá escogido pasajes evangélicos que hablen de la mansedumbre (Mt 11:29), pero se habrá olvidado convenientemente de aquellos en que Jesús asevera que no trae paz, sino espada (Mt 10:34). O esos otros en los que Él mismo, látigo de cuerdas mediante, pasa ante los mercaderes del templo a la acción (Jn 2:13-22). Ya hemos dicho que el moderadito está convencido de ser una bellísima persona, y esto incluye también su religiosidad.
Se diría, sin embargo, que, casi al final ya de la Biblia, alguien hubiese querido lanzarnos una advertencia desesperada contra esa incomprensión de las cosas. En el último libro, el del Apocalipsis (3:15-16), el Señor descarga una andanada contra la iglesia de Laodicea, donde al parecer habían cundido los moderaditos: «Yo conozco tus obras, y que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca».
La verdad es que tampoco en los otros 72 libros bíblicos que anteceden a ese se había mostrado la Divinidad excesivamente moderadita o tibia. Pero Dios, en el fondo, es una de esas cosas incómodas que (como la Verdad, la Lógica, el Bien o la Excelencia) ya hemos dicho que al moderadito tampoco le apasionan. O que solo lo hacen moderadamente.
Y es que al cabo el moderadito, como el estúpido que estudió Cipolla, es inasequible a los llamamientos en su contra. Así que puede usted tranquilo, amigo lector, reenviar este texto a su amigo más moderadito (yo ya lo he hecho): nada de esto conmoverá en exceso su atesorada moderación.