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Juan Claudio de Ramón

El desnudo y la mirada

«La conflictiva relación del desnudo y la mirada puebla de anécdotas y disputas la historia de la moral y del arte»

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El desnudo y la mirada

Emilio Naranjo | EFE

Vestirse es una necesidad evolutiva sin vuelta de hoja. Las ondulantes condiciones de temperatura y humedad exigen cubrir nuestro cuerpo con múltiples tejidos. Una adecuada vestimenta es el primer encargo que la naturaleza le hace a la cultura. Data una época y, dentro de una época, un gusto y también una clase social. Surgen algunos interrogantes: ¿por qué la moda masculina se detuvo a principios del siglo XIX? La única alegría sartorial que se permite al varón desde entonces es el color de la corbata. Y ya que hablamos de colores, ¿por qué ese predominio de los colores oscuros en el vestuario contemporáneo? Aunque esa ya es pregunta que no atañe a la investigación etnológica sino a la psicología del color.

Si el vestido es vasto campo de pesquisa, pero relativamente fácil de descodificar, el desnudo resulta un hontanar de fascinación y misterio. El desnudo mantiene con la anatomía una relación análoga a la del paisaje con la naturaleza. En ambos casos, media la mirada. Del desnudo se puede decir, igual que se ha dicho del dandi, el rebelde contra la uniformización del traje masculino, que solo existe cuando hay ojos para mirarlo. Nunca han faltado ojos para mirar un desnudo y cuando el arte levantó el velo ya no hubo marcha atrás. Es así que, al menos desde el Renacimiento —la nueva técnica de la pintura al óleo permitía representar adecuadamente las tonos de la piel—, la exhibición pública de cuerpos hermosos es un rasgo estable de la cultura occidental. Al principio, el impudor se servía de pretextos bíblicos o mitológicos, es decir, de personajes. Rubens esconde el rostro de Helena Fourment entre Las tres gracias. El primer desnudo gratuito de la historia del arte (al menos desde Parrasio de Éfeso, pornógrafo de Tiberio, según cuenta Suetonio) lo pinta Goya. En La maja desnuda se pinta el mero placer de mirar y de ser mirada, audacia que no pasó desapercibida a la Inquisición.

Esa conflictiva relación del desnudo y la mirada puebla de anécdotas y disputas la historia de la moral y del arte. El Concilio de Trento cubre con bragas la galería de genitales que Miguel Ángel pintó en El Juicio Final. Siglos más tarde, en 1914, la sufragista Mary Richardson rasga con hacha de carnicero la Venus del espejo velazqueña. En su descargo relataría la repulsa que le producía la mirada de lava que los visitantes varones dirigían a la vertiginosa espalda pintada por Velázquez. Y es que, si el desnudo es tema de por sí controvertido y meditable, lo es más todavía el desnudo femenino y su segura sombra, la mirada masculina. Hace ya medio siglo que Laura Mulveney postuló la existencia de un «male gaze», una manera de mirar específica del hombre, cosificadora y dominante. Le salieron al paso réplicas desde el propio feminismo: Rona Goffen arguyó que ante un desnudo de Tiziano, todo espectador, aunque sea mujer, se torna «hombre»: hay una belleza inherente a la forma del cuerpo femenino que da placer estético y escópico a quienquiera que lo contemple, sin importar su género u orientación sexual. (He presenciado reacciones femeninas a la aparición en pantalla de Scarlett Johansson o Natalie Portman que sugieren la validez de la hipótesis). También cabe preguntarse, ¿quién domina la situación? ¿El que mira o el que es mirado? ¿Los ojos o aquello que los captura? La socióloga Catherine Hakim enriquece el debate sosteniendo que cuando alguien, hombre o mujer, posee «capital erótico», no duda en usarlo para su ventaja.

Si cada artículo viniera con trabajo de campo, el de este sería visitar la exposición «Pasiones Mitológicas» a la que invita estos días el Museo del Prado. Se juntan escenas mitológicas de la Antigüedad con el tema del amor, el deseo, el placer y el rapto, pintadas por artistas europeos del Renacimiento y del Barroco. Son cuadros de un erotismo mareante, de belleza voluptuosa y concupiscente. Fui advertido por un comentarista de que el museo no había hecho suficientes esfuerzos por condenar la actitud a veces criminal de los dioses. Lo que la muestra me dijo a mí es algo más benevolente: la capacidad del arte para mostrar y celebrar que nuestros cuerpos mortales son algo más que un revoltijo de átomos salidos de una lejana explosión.

De vuelta a casa, me tranquilizó comprobar que las calles no se habían convertido en la bacanal de los Andrios y que nadie se había tomado el tiránico deseo de un Júpiter en la ficción para suspender el imperativo categórico en la vida real. Oh sí, estoy en condición de confirmarlo: los hombres miran. Creo que las mujeres también, aunque solo puedo hablar por mi sexo. El hecho de que la gran mayoría de los hombres sepamos mirar sin darnos al voyeurismo ni convertirnos en estupradores habla bien del proceso de civilización. La cultura es una gran empresa de refinamiento de los instintos. También es cierto que basta la belleza de un rostro para petrificar la mirada (cierto Islam saca de esto consecuencias insufribles). Ver es un modo sublimado de tocar y es posible que ante una forma agradable el cerebro no sepa reaccionar de modo distinto que cosificándola (algunos hallazgos tomográficos lo insinúan). El cuerpo es, de hecho, materia, objeto, cosa, algo que aprendemos rápidamente al caer enfermos: solo las cosas se averían. Conozco una sola razón para que una mujer desee exhibir su cuerpo, aunque sea solo su sonrisa en un instante preciso y precioso (¡hazme una foto!): sentirse bella. Como en esa escena de la película Mejor… imposible, en que Helen Hunt, que interpreta a una madre soltera y trabajadora, se descubre poseedora del don admirable de la belleza. Por fortuna, los seres humanos sabemos admirar sin profanar. Hay formas de admiración sobre las cuales ninguna cultura represora tendrá ascendiente. Ojalá no lo tenga: el día que esa brasa se apague, se habrá acabado una parte inescindible de lo humano.

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