¿Emprendedores? No, gracias
«Cuanta menos charlatanería apologética prolifere en los medios de comunicación a propósito de los llamados emprendedores, mejor»
Los fondos Next Generation de la Unión Europea para la reconstrucción del continente tras la pandemia[contexto id=»460724″] son otro de esos contados trenes que solo transitan por delante de nosotros una vez cada siglo y ante los que los españoles siempre acreditamos la rara habilidad de dejar que pasen de largo. Una tradición, esa tan nuestra, que nadie puede garantizar a estas horas que vaya a dejar de cumplirse de nuevo. Y es que si la variante estrictamente política del discurso populista tiende entre nosotros a enraizar en los extremos, su vertiente económica, en cambio, impregna en mayor o menor grado a casi todo el espectro parlamentario del país, no solo a la extrema derecha y a sus teóricas antípodas de Podemos. Así, PSOE y PP no dejan tampoco de impregnarse hasta la médula de ese común romanticismo económico, el de la apología sentimentaloide de las pequeñas empresas ineficientes, tan contraproducente para la gran oportunidad histórica que se abre ante nosotros a fin de transformar, en serio y de modo radical, nuestro peor lastre estructural como país: el modelo productivo. Porque si desaprovechamos esta oportunidad única, no habrá una segunda. Para España, es ahora o nunca. Así de simple. Tras la desindustrialización masiva y forzosa que nos impuso la entrada en la Unión, un proceso en el que operó de catalizador la adopción del euro, seguir abundando en la muy tosca alternativa del sol y la playa sería adentrarse en un camino sin retorno, el que solo nos podría llevar a ser uno más en esa liga de las hamacas y el bronceador barato donde juegan Grecia y Túnez.
Porque España, contra lo que predica la demagogia canónica ubicua, necesita más empresas gigantes en el Ibex, no más pymes; más grandes corporaciones societarias e impersonales y menos emprendedores individuales. Un imperativo insoslayable para la perentoria modernización de nuestra estructura económica, el de acabar con el contraproducente y generalizado minifundismo empresarial que hipoteca y ahoga la productividad del sistema, que choca, sin embargo, con la retórica imperante y, lo que es peor, con la mentalidad colectiva asociada a esa retórica. Antes de empezar a movilizar un solo euro de los fondos, uno solo, tanto los responsables del Ejecutivo central como los encargados autonómicos de distribuirlos deberían repetirse varias veces en voz baja que, cuantos menos pequeños empresarios tengamos, mejor; que, cuantas más pymes desaparezcan del mercado tras ser absorbidas por otras empresas más grandes y eficientes, mejor; y que, cuanta menos charlatanería apologética prolifere en los medios de comunicación a propósito de los llamados emprendedores, también mejor. Porque el tamaño, aunque nuestros populistas mercantiles se empeñen en ignorarlo, importa. Por eso, tener tantas empresas inscritas en los registros mercantiles, lejos de suponer motivo de ningún optimismo, debería constituir una de nuestras primeras fuentes de preocupación.
Igual que el clamoroso exceso numérico de pequeños y pequeñísimos propietarios agrícolas —hoy se les llamaría emprendedores rurales—, dueños de explotaciones incapaces de competir en costes con los competidores extranjeros, lastró sin remedio el desarrollo económico de España durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, el desproporcionado peso de las pymes en la economía nacional supone una rémora colectiva equiparable en el instante presente. Sin embargo, estos días lo estamos viendo a cuenta de la disputa sobre el destino final de los fondos de reconstrucción. La mitología prometeica del pequeño empresario, actor económico ineficiente casi por definición, ocupa en el discurso oficial contemporáneo un lugar equiparable al que dejó vacante en su momento el Cid Campeador dentro del imaginario nacionalista más castizo. Y es que nadie aquí quiere conceder una oportunidad a lo obvio. Y obvio es que la productividad depende del tamaño. A mayor tamaño empresarial, mayor productividad. No es muy romántico, tampoco muy popular, pero las obviedades no suelen resultar nunca ni románticas ni populares. De ahí, por ejemplo, que la productividad media por empleado entre las empresas españolas de más de 250 empleados supere en más del 100% a las que tienen una plantilla de diez o menos. En más de un 100%. Lo pequeño algunas veces puede resultar hermoso, pero casi siempre es ineficiente. Por eso, si los románticos ganan esta partida, algo todavía no descartable, nuestra próxima estación de ruta será Túnez. ¿Más emprendedores? No, gracias.