THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Partidos contra votantes

«Ni que decir tiene que la transformación del sistema de partidos que se produce a consecuencia de la crisis económica ha complicado mucho la vida del votante español»

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Partidos contra votantes

Juan Carlos Hidalgo | EFE

A la vista de los acontecimientos políticos de la semana pasada, y aun de los que están por venir, conviene hacerse una pregunta: ¿qué votamos cuando votamos? No es fácil responderla. Naturalmente, estamos votando a un partido político que posee un líder nacional y afirma ciertos principios o representa una determinada orientación ideológica. En nuestro país, particularmente, votamos una lista cerrada de candidatos en las elecciones regionales y autonómicas. Pero decidir qué quiere uno votar es una operación más difícil de lo que parece; salvo en el caso de los votantes que vuelven a apoyar al mismo partido una y otra vez pase lo que pase, el resto tiene que darle una vuelta al asunto en cada ocasión.

Históricamente, el sistema electoral había constreñido de tal modo a nuestro sistema de partidos que la tarea no era demasiado difícil: se elegía entre dos o tres partidos y la cirunscripción solo representaba un obstáculo para quien quisiera votar a la izquierda y hubiera de conformarse —voto útil— con los socialdemócratas. Solo en las provincias de mayor población, que reparten más escaños, podía y puede el votante permitirse lujos vedados al resto de los votantes: un Errejón, un Pacma. Esto, por cierto, nos sugiere que si bien el votante de Madrid tiene menos potencia de resultado que el votante de Soria (debido a que el escaño soriano se amasa con muchos menos votos que el madrileño), goza de otras ventajas nada despreciables (puede elegir más libremente quién votar al no sufrir el cepo del voto útil).

Ni que decir tiene que la transformación del sistema de partidos que se produce a consecuencia de la crisis económica —y que el sistema electoral, pese a sus detractores, no ha impedido— ha complicado mucho la vida del votante español. La dificultad de conocer de antemano las combinaciones posibles en nuestros parlamentos, especialmente en el nacional, dificulta mucho anticipar los efectos que tendrá elegir a uno u otro partido sobre la sola base de las encuestas. En el mejor de los casos, el votante habrá de hacer un ejercicio preventivo de escepticismo y depositar su papeleta deseando que se produzcan los efectos que él desearía, sin esperanza de que se produzcan. Es mucho pedir, claro; convertir la fiesta de la democracia en un cálculo de probabilidades desanima a cualquiera.

A lo anterior ha de añadirse que el voto es, forzosamente, una simplificación de las preferencias, opiniones y aun emociones del votante. Hay que elegir siglas o liderazgo, pero uno no puede seleccionar los aspectos del programa electoral —dicho sea en sentido laxo— que más le gustan, descartando en cambio las que le molestan o repelen. Y lo mismo pasa con la rendición de cuentas: habrá quien lamente algunas decisiones del gobierno socialista, pero no pueda castigarlo sin premiar a sus rivales y, por ello, se abstenga de hacerlo. Se hace así necesario ponderar cuál es el combinado de políticas que más satisfactorio parece a partir de las propias preferencias y del contexto existente.

Pues bien, lo sucedido esta semana confirma que el votante ya ni siquiera puede estar seguro de que la promesas más elementales de los partidos vayan a cumplirse. No cabe duda de que Pedro Sánchez ha creado aquí tendencia: no contento con urdir la moción de censura con los partidos que acababan de protagonizar el procés, llegó después a un acuerdo de coalición con el mismo partido (Podemos) con quien dijo que no pactaría, e incluso rehabilitó a otro (Bildu) de quien renegaba en los términos más firmes. Entre medias, un millón de votantes de Cs abandonó al partido tras cumplir Rivera su promesa de no hacer presidente al mismo Sánchez, desincentivando así —qué quieren que les diga— el cumplimiento de lo que se ha prometido. Ahora, el nuevo liderazgo de ese mismo partido ha desecho el camino andado y amagado sin éxito con un giro a la izquierda. Y aun cabe añadir al listado a ese Pablo Casado que ganó las primarias con un discurso que prometía dar la llamada guerra cultural contra la izquierda y luego ha querido centrarse rompiendo con Vox, sin que nadie sepa a ciencia cierta qué camino seguirá a partir de ahora, sin olvidarnos del Pablo Iglesias que clamaba contra los privilegios de la clase política antes de pasar a disfrutarlos y distribuirlos entre los suyos.

Este proceso general de erosión de la credibilidad que le quedaba a los partidos tiene un efecto evidente: es imposible saber lo que uno está votando y no digamos ya imaginar a dónde irá a parar su voto. Para los que se dicen realistas, esta conclusión resulta ingenua; la polarización ideológica es la única forma de responder a un mundo cuyas reglas han cambiado: viva la tribu, muera el centrismo. Tienen razón en una cosa: la realidad no puede sustituirse por las ilusiones. Pero habrá votantes que no acepten el chantaje a que les somete una política convertida en una timba; muchos otros sentirán que la clase política se mueve en un espacio autorreferencial donde los intereses de los ciudadanos solo sirven para hacer discursos. No habría así que extrañarse si aumenta la abstención y la la política española se italianiza, precisamente ahora que Italia trata —una vez más— de salir de su largo marasmo; por italianizarse hay que entender aquí una desconexión gradual entre política y sociedad. Ocurre que esa desconexión se hace muy difícil en sociedades con escasa fuerza civil y grave dependencia de los partidos; si los segundos colonizan la primera, como gustan, el problema puede agravarse. Tal vez no suceda nada de esto, claro. Pero no será porque no se han creado las condiciones para que nos adentremos en un largo invierno del descontento: aunque algunos sigan sonriendo.

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