Poesía y sociedad
«El misterio natural de la poesía y la indiferencia masiva ante ella permiten la consagración de algunos intrusos o impostores, que son de dos tipos: los iluminados y los farsantes»
Alguna vez ya he tratado de explicar que, en mi opinión, el prestigio de muchos poetas descansa en el hecho comprobable de que absolutamente nadie los lee, lo cual da para ensayar un paso más allá, un poco más arriesgado. A ver cómo lo expongo, porque no es fácil… Digamos que el hecho de que nadie haya sabido nunca qué es exactamente la poesía (por lo que inevitablemente tiene de misterio, porque la poesía no se deja conocer, no se deja reducir, no se deja razonar, no se deja saber…) es algo que beneficia mucho más a los malos poetas que a los buenos, y es también lo que permite la inercia de algunos prestigios, que en muchos casos es desesperante, por especialmente injusta, y en otros muy divertida.
Pero he empezado por el final. Vamos más despacio. Estos días pasados andaba yo mirando Los papeles de Herralde y esas Notas para unas memorias que nunca escribiré de Juan Marsé. Son libros que hace veinte años, en la facultad, hubiera leído con avidez, interesado, cotilleando en esas trastiendas de la literatura. Hoy encuentro en ellos datos curiosos, claro, y páginas sociológicamente valiosas, y textos que ayudan a comprender o completar determinados hechos, y alguna información que me interesa mucho por uno u otro motivo…, pero ambos me han dado esencialmente igual. Son libros importantes para conocer la historia editorial, pero son irrelevantes para la literatura que, definitivamente, cuenta. Por supuesto que no ignoro que al final la literatura que importa también nace condicionada por fenómenos extraliterarios tan decisivos como Anagrama o tan decadentes como las tertulias barcelonesas, pero incluso eso, si se me apura, lo acabaré negando. Anagrama ha cambiado el paradigma de la literatura en español, sí, es algo fácilmente documentable, y por tanto se puede rastrear la crucial aportación de Herralde ya no a la industria, o al mercado, o a los premios, o a… sino a los mismos textos, es decir, al corazón del asunto, a lo que queda. Pero como los escritores que me hicieron estudiar Literatura son esos que jamás permitirían que nadie les tocase una coma (o sí, pero sólo porque no es en esa coma donde está el alma de lo que quieren decir), al final estamos en las mismas: se trata de esforzarse un poco más, pero hay que buscar, husmear, escuchar, aprender de otros… y encontrar tu propia familia literaria. «A la larga, Dios reconocerá a los suyos», decía Carlos Pujol escribiendo sobre literatura, y del mismo modo que Dios tiene su canon, cada uno debemos conformar el nuestro, que irá ampliándose y viviendo pequeñas variaciones a lo largo de toda la vida. O dicho de otro modo: me gustan o al menos me gustaron muchísimo muchos de los escritores que crearon la «melodía Anagrama»: no me gusta casi ninguno/a de los que la han heredado. Los sigo leyendo, porque es mi trabajo, pero para satisfacer lo que me ha llevado a ese trabajo tengo que ir a beber a fuentes más puras.
Dicho esto, me da la sensación de que el canon de la narrativa española de los últimos 50 años está, esencialmente, bien, es razonable, entre otras cosas porque con la prosa es muy difícil engañar a la gente con una mínima formación: hay cientos de miles de lectores (y, sobre todo, lectoras, no lo olvidemos), y ha habido buen gusto entre los mismos, ha habido criterio, perdura una exigencia y una decencia elementales (pero sólo elementales…) a la hora de editar y premiar oficialmente… Claro que hay autores consagradísimos que, bien leídos, no son para tanto, y claro que hay otros que, sin ser en absoluto desconocidos, hubieran merecido más lectores, pero en lo esencial, decía, está bien. Por el contrario, el de la poesía está, esencialmente, mal, y volvemos a lo de arriba: el misterio natural de la poesía y la indiferencia masiva ante ella permiten la consagración de algunos intrusos o impostores, que son de dos tipos: los iluminados y los farsantes, los enajenados y los pícaros. Los segundos me caen muy bien, me hacen mucha gracia y hasta me alegro de corazón por su éxito: son muy malos poetas (de hecho, es que no son poetas), pero le echan muchísima jeta y les va de maravilla (todo lo «de maravilla» que le pueda a ir un poeta en España, es decir, que se paga la cuota de los autónomos con los versos, tampoco mucho más). Ellos saben muy bien que lo que hacen es chatarra literaria, se les nota, pero se aprovechan y me parece de perlas, toda mi simpatía hacia ellos, claro que sí. En cambio los otros, esos que realmente se piensan que lo que hacen está ungido por la Poesía, que son ‘demiurgos’ o ‘sacerdotes’ que ejercen de intermediarios entre la Verdad y los perplejos lectores, ay, ésos… No sólo son malos poetas, en muchos casos (pues, desde luego, también los hay muy buenos entre ellos), sino que tienen el terrorífico agravante terrible de la egolatría, de la solemnidad, de la altivez…
Cuando he tenido que ir a recitales me lo paso bomba mirando las caras de los asistentes, sobre todo si se trata de entregas de premios importantes, de poetas canonizados. Si son de la «línea clara», mucha gente pone cara de «pero todo esto son simplezas, ¿no?, bobadas descomunales, obviedades aplastantes, cuando no gracietas superficiales»… Si son de los órficos o de las intensas, las caras son aún más raras, pues nadie entiende nada, pero cualquier persona perspicaz intuye que, en efecto, no hay nada que entender, o adivina las horas de terapia que se ahorran los poetas gritando versos o moviendo los brazos. Pero nadie dice nada: supongo que piensan «yo de poesía no entiendo, y si los de la poesía [es decir, trescientas personas, pero eso ellos no lo saben…] dicen que esto es bueno, será bueno, quién soy yo para ponerlo en duda»… Y así es como se perpetúan las cosas, con silencio.
En el canon de la prosa puede haber algunos desajustes, malentendidos, exageraciones… pero sólo en el de la poesía hay perfectas arbitrariedades (en la prosa puede haber pequeños desequilibrios teóricos: en la poesía somos más de grandes desequilibrios mentales). Lo de los Novísimos serviría como ejemplo radicalmente indiscutible, un caso extremo: algo que nadie normal debería haberse tomado nunca en serio es algo que todavía tiene consecuencias, todavía se utiliza para explicar la historia reciente de nuestra poesía, todavía a mí se me explicó en una facultad de Filología que aquella antología fue importante (lo sería para Carmen Balcells, pero… ¿importante para la poesía?, ¿de verdad fueron ésos los poetas significativos del último antifranquismo y no, qué sé yo, Tomás Segovia, una víctima directa del franquismo con un talento poético descomunal?…). Casi todos esos jóvenes, tan bien colocados, eran buenos o muy buenos poetas, pero ¿el grupo?, ¿cómo es posible que aquello pudiera cuajar para vertebrar absolutamente nada?). Los mejores de aquellos nueve poetas, en el sentido de más sanos y más libres (y pienso en Félix de Azúa o Antonio Martínez Sarrión, concretamente), seguro que a día de hoy se ríen de aquello (de hecho me consta que lo hacen): hay otros, en cambio, que prolongan la bobada, y, lo que es mucho más grave, hay profesores y periodistas que la sostienen (no por ignorancia literaria, sino por ignorancia general), como si de verdad aquel libro puede considerarse algo más que una anécdota social, algo que sirve para demostrar hasta qué extremo «lo literario» y la poesía van por caminos diferentes.
Lo que quiero decir, en fin, es que si encargásemos a un buen lector, qué sé yo, albanés o macedonio, que sea culto, sensible e inteligente pero que no sepa ni una palabra de literatura española, que leyese todo lo publicado en las últimas cinco décadas en nuestro país, me da que respecto a la narrativa podría haber coincidencias suficientes y reveladoras, es decir, una confirmación, pero su dictamen sobre la poesía reciente, libre de prejuicios y condicionamientos, sería totalmente diferente a lo que manejamos, a lo que se ha premiado, a lo que se valora y lo que circula…, es decir, toda una rectificación. Si algún día me animo con mi Historia de la poesía en España. Desde las jarchas hasta Marwan, lo más difícil, curiosamente, va a ser enmendar lo más reciente, sacar a todos aquellos poetas cuya fama se debe a su habilidad para hacer pasillos o a haber estado en el lugar adecuado en el momento oportuno, y meter a los más inspirados entre aquellos que en sus vidas, en sus ciudades, en sus trabajos, en sus familias, en sus lecturas, al margen del ruido del mundo, lejos de las portadas de los suplementos, han ido haciendo lo que importa, dignificando calladamente esa necesidad de convertir la vida en palabras «pobres» y poderosas, y por supuesto en soledad, esto es, en plenitud.