THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Adam Zagajewski, un camino real

«Zagajewski nunca habló de oídas, no aceptó nada heredado: lo repensó todo, y por eso no tiene ningún problema en hablar en sus poemas de tardes, de nubes, de prados y de pájaros»

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Adam Zagajewski, un camino real

Miguel Riopa | AFP

A muy pocas personas hemos leído o escuchado opiniones sobre la poesía más elegantes, exactas y mesuradas que las de Adam Zagajewski, hasta el punto de pensar que más que un poeta sobresaliente, que también, quien murió ayer por la tarde en Cracovia era un superdotado pensador de la poesía, un ensayista inspiradísimo, un lector muy sensible e inteligente.

Esa inspiración suya, además, era una inspiración antigua: ante él uno tenía realmente la sensación de estar ante alguien que acumulaba una sabiduría real, como conseguida a lo largo de varias vidas, curtida y refinada a través de muchas generaciones, lo cual seguramente se debía a su extraordinaria empatía con otros tiempos y hasta con otros mundos (y que la poesía procede de otro mundo es lo que afirma sin complejos en uno de los ensayos de Dos ciudades). Su lectura de Rilke, por ejemplo, es abrumadora, y aprovecha para hacer un buen repaso a otros grandes poetas del siglo pasado, sobre todos los cuales tiene una opinión aguda, un juicio original y atinado. Zagajewski nunca habló de oídas, no aceptó nada heredado: lo repensó todo, y por eso no tiene ningún problema en hablar en sus poemas de tardes, de nubes, de prados y de pájaros: elementos de los que suele huir la poesía contemporánea, que los desdeña por tópicos, él los reformulaba y los renovaba, en esa mezcla de tradición y de novedad, de pasado y de futuro, que es la poesía que nos importa.

Insistía en que la poesía no ha de buscar la belleza sino la verdad, y que la belleza, si acaso, llegará por añadidura, por extensión, como consecuencia. Pero que la verdad es el núcleo imprescindible de lo poético es una de sus recurrentes reflexiones, también inactual en un tiempo que pone caras raras en cuanto asoma el concepto de “verdad”. Sensatamente espiritual, creyente en la bondad natural y esencial de la vida a pesar de haber sufrido grandes reveses históricos, desconfiaba también de la ironía, y contemplaba el abuso de ese recurso en la poesía actual como algo descarnado, casi desesperado, en lo que tiene siempre de distorsión de una realidad que podría, por qué no, ser observada con un poco más de amor.

Verdad, bondad, vida, amor… ¿Qué somos los poetas si podemos llegar a ser capaces de tener miedo de palabras como ésas?, ¿en qué nos hemos convertido o al servicio de qué estamos si preferimos evitarlas por miedo a ser señalados por quienes más las necesitarían? En las palabras y meditaciones de Adam Zagajewski, siempre a media voz, estaba siempre esa «defensa del fervor» a la que dedicó un ensayo invencible, la convicción de que la belleza será siempre más «escandalosa» que la provocación, más eficaz y, por descontado, más duradera. Supo que para buscar la originalidad nada mejor que darse un paseo o releer a los grandes poetas, observar los árboles y pensar en la Historia de un modo casi caritativo. Lo dijo en un poema de Regreso (traducido por Xavier Farré): «La poesía es búsqueda de resplandor. La poesía es un camino real / que nos lleva hasta los más lejos».

En su discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias de 2017 volvió a la idea de la omnipresencia de lo bueno, quiso remarcar que la poesía nos ayuda siempre a encontrar ese pequeño o gran caudal de bien que está presente siempre, incluso en las circunstancias más adversas, y al que siempre nos podemos agarrar. Pero hablaba también de la complejidad del mundo, algo a lo que la poesía ha de estar también atenta, y con estas palabras luminosas suyas queremos terminar, lamentando que haya muerto, todavía relativamente joven, alguien que tanto tenía que seguir enseñándonos: «Hemos descubierto la duplicidad del mundo: por un lado, la imaginación; por el otro, la obstinada realidad de una mañana de noviembre cuando ya han caído las últimas hojas de los árboles. Tardé mucho en encontrar respuesta a esta pregunta: ¿qué es más importante, lo que existe o lo que no existe? […] He necesitado muchos años para comprender que, por el hecho de vivir en una eterna ambivalencia, debemos tomar en consideración las dos caras de esta dispar dualidad y entender que no es lícito desatender el sufrimiento de las personas y los animales, ni olvidar el mal, que suele ser mucho más perseverante y astuto que los sueños. No es lícito olvidar el mal, la injusticia que cambia continuamente de forma, ni el paso del tiempo, pero tampoco las alegrías…».

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