La historia del junco
«El sistema siempre encuentra eslóganes con los que distraernos de su responsabilidad sobre las miserias que él mismo nos provoca»
Aún recuerdo el tiempo en que nadie decía «resiliencia». ¡Éramos felices y no lo sabíamos! El prestigio que da ser un calco horrendo del inglés no debe subestimarse. Ser como el junco, doblarse sin romperse, erguirse de nuevo. Dicho así, suena a cuentecillo zen. ¿Quién puede resistirse a una moraleja facilona con la que solucionar los complicadísimos problemas de la vida?
Me tenía intrigado cómo una palabra tan ortopédica había corrido como la pólvora. Siempre hay un psicólogo particularmente tonto dispuesto a acuñar un término simplón que haga las delicias de los periodistas. Acuérdense del «síndrome de la cabaña», esa rara e inexplicable dolencia que necesitaba nombre y diagnóstico.
Estuve barruntando sobre el sospechoso éxito de la palabreja cuando, de repente, me acordé de Adorno y Horkheimer, los Andy y Lucas de la crítica cultural marxista. En la Dialéctica de la Ilustración (1944) hay un pasaje muy famoso en el que dicen que las palizas que recibe el pato Donald preparan mentalmente a los espectadores para las que van a recibir ellos. Atropellado, dinamitado, aplastado y golpeado, el buen y resiliente Donald siempre vuelve a ponerse en pie.
El sistema siempre encuentra eslóganes con los que distraernos de su responsabilidad sobre las miserias que él mismo nos provoca. Usted no llega baldado a su cuartucho oscuro de un piso compartido después de dar horas extras que no va a cobrar porque lo estén explotando, sino porque le falta flexibilidad. Si se doblase y enderezase a voluntad, su vida sería un manantial de felicidad y plenitud. ¡Baile el limbo con la adversidad, no sea tan rígido! Al mal tiempo, buena cara, ya lo dice el saber popular. No tienen bastante con pisarnos el pescuezo, quieren que, además, creamos que nos ahogamos por nuestra culpa.
Quién iba a pensar que el pato Donald era contrarrevolucionario y que la famosísima resiliencia era otra treta del enemigo. Ay, es que no tiene uno ni un día tranquilo.