Tendido fresco al asombro
«El autor, que cuenta con una de las mejores prosas del ensayismo español, se tiende fresco al asombro, por decirlo con el verso de Jorge Guillén, y observa el mundo con los ojos de un niño»
En plena primavera, ¿a quién se le ocurriría ponerse mustio leyendo un periódico? Si la literatura es un fenómeno climático, la que se lee en prensa es sofocante y bochornosa. Una atmósfera de tautologías y remediavagos que embota y aturde; una escandalera pequeñoburguesa que huele a cuarto cerrado y a sábanas sin mudar. Nadie en su sano juicio acudiría al kiosco para apurar ese mal trago. El lector, enchiquerado con avecillas de corral que solo vuelan a ras de suelo, no obtiene más bonificación que el sobreentendido y la ratificación de lo obvio. En su pecado, que es venial, lleva la penitencia. Leer la prensa es un coñazo.
El asombro es, según los filósofos clásicos, el origen del pensamiento. Obstinada es la conjura que el periodismo ha urdido contra él. Ora nos sorprendemos con noticias intrascendentes, actualizadas a cada minuto, ora nos quedamos impasibles ante lo importante. Aunque la liebre mediática corra más que los lebreles, bueno es recordar que el «factor sorpresa» es lo contrario al verdadero asombro. Tiene gracia que sea el jefe de opinión de un diario quien ahora lo reivindique. Claro que Jorge Bustos (Madrid, 1982) es un periodista que no ha sido deformado por el periodismo.
Asombro y desencanto (Libros del Asteroide) es aguijón y es aldabonazo. Por un lado, reconviene a los amurriados defensores del nihil admirari, que confunden el estoicismo con pasarse el día torciendo el morro; por otro, espolea a los perezosos que, por falta de curiosidad, viven en el peor de los mundos posibles. Según Bustos, «debemos salvar el asombro si queremos salvar la cordialidad de la civilización». Yerran quienes buscan en este libro -tratado filosófico disfrazado de diario de viajes- al polemista de trending topic. El autor, que cuenta con una de las mejores prosas del ensayismo español, se tiende fresco al asombro, por decirlo con el verso de Jorge Guillén, y observa el mundo con los ojos de un niño.
Dos son las enfermedades crónicas del columnista medio: la falta de ideas y la falta de estilo. Abunda el opinador que, sin haber pensado algo por sí mismo, se afana en convencer de ello a los demás. Sus textos son una capa de estuco sobre otra para tapar la ausencia de ideas. De ahí que asomarse a muchas páginas de opinión sea como encerrarse en una habitación recién pintada; al cabo de un rato estás con dolor de cabeza. No es el caso de Bustos, que suaviza la contundente originalidad de sus pareceres con la cortesía del humor. En su viaje por Francia, el autor, inverecundo y tocacojones, define el Louvre como «la apoteosis de la rapacidad de las urracas de Europa que no dejan nunca de creerse gallos» y, en un Mont Saint-Michel atestado de turistas, sostiene que «el medievo aporta el brillo y la posmodernidad pone las urracas». En tierras de Castilla lanza dardos contra el cervantinismo, tentativa de «volver del revés el proceso marxiano, de manera que todo lo que el genio alcanaíno escribió como farsa es recuperado más tarde con gesto grave y reivindicación seria».
Tampoco cae el autor de El hígado de Prometeo en el otro vicio del columnismo actual, que es la renuncia al vuelo literario, so pretexto de no sé qué compromiso con lo fáctico. Es como poner la venda antes de la herida. En las pachanguitas de la adolescencia, yo era el que tiraba el balón fuera aunque estuviese a medio metro de la portería y no hubiese guardameta, así que empecé a soltar aquello de que el fútbol no me interesaba. No colaba, claro. De igual manera, al hacer suyo el dictum azoriniano de que escribir con metáforas es hacer trampas (excusatio non petita), el columnista à la page recuerda al típico amigo que no ligaba nunca y que, para disimular, se hacía el cuáquero. Política de hechos consumados…
Sirva de virtuosa excepción el presente libro, pues Asombro y desencanto rebosa de gran estilo. Y eso que el Bustos de estas páginas no es el de la opinión, sino el de la literatura. En el epílogo, titulado «Del gallo al cisne», explica el trecho que media entre ambas. Si la opinión genera certezas y marca rumbos, la literatura siembra dudas y hace bracear sin timón y paletear en balde. Que el autor se remonte al origen mismo de la literatura –el relato de viajes- no es casualidad. ¿Supone reconocer que la hiperpolitización de la sociedad es un callejón sin salida? Al fin y al cabo, cuando el principio de realidad se vuelve mostrenco, solo queda perderse en la literatura.