¡No, hije, no!
«El pensamiento crítico ha degenerado en sentimiento crítico y los eslóganes, ocurrencias socarradas en la paella de los cálculos electorales, han sustituido a las ideas»
El día siguiente a la proclamación de la Segunda República, Josefina Carabias y unos amigos se toparon con Ramiro de Maeztu en la acera del Círculo de Bellas Artes. Le preguntaron qué le había parecido el cambio de régimen y el escritor espetó con aspavientos:
—¿Qué se puede esperar, qué se puede decir de un pueblo que hace su gran revolución al grito de «¡una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… el rey estaba pocho!»?
Según pudo comprobar Carabias, la prensa francesa también estaba desconcertada con aquellos «gritos incongruentes» y hasta publicó una nota aclaratoria: «Indudablemente el corresponsal que nos telegrafía conoce mal la lengua de Cervantes, pues de otro modo no es posible explicarse estas extrañas consignas sin precedentes en la historia de las revoluciones».
Hoy las proclamas siguen sin ser nuestro fuerte. Hay mucho revolucionario, pero poco revolucionante, y las consignas están a la altura de unas cabezas reducidas como por obra de la tribu shuar, capaces de manifestarse por un rapero, aunque incapaces de organizarse por 120.000 muertos. «Sin cóctel molotov no hay diversión», se defendió la libertad de explosión en las protestas por Hasel. «Verga violadora, a la licuadora», se coreó en el 8M. Y en unas guías sexuales para adolescentes, el ayuntamiento de Getafe, muy comprometido con la enseñanza púbica, invita al «autocoñocimiento» (sic). Resulta que la educación no era devanarse los sesos, sino los sexos. Más que promover el gusto, lo que se afianza es el mal gusto, porque un lenguaje burdo es el reflejo de un pensamiento tosco, pero también su espejo deformante, ya que la palabra nos hace y asimismo nos deshace.
Hay quien cree que la revolución es maquillar la lengua con brocha gorda o con el pincel fino de lo socialmente correcto, y que no pudiendo multiplicar los panes bien está multiplicar las vocales. Véase el «hija, hijo, hije» de la ministra de Igualdad, que espero incluya pronto la i y la u, no vaya a herir sus sensibilidades. El pensamiento crítico ha degenerado en sentimiento crítico y los eslóganes, ocurrencias socarradas en la paella de los cálculos electorales, han sustituido a las ideas. Nunca, habiendo tanta estrategia comunicativa, se ha comunicado tan poco, pues se habla no para hacerse entender, sino para ser tendencia y captar la escasa atención, retorciendo el lenguaje en una suerte de yoga verbal que, paradójicamente, no aporta flexibilidad intelectual. Cuánto más agradable y llamativo sería, por ejemplo, que las manifestaciones transcurrieran calladamente, como procesiones silenciosas, con pancartas donde pudiera leerse «menos resiliencia, más residencias» o relampagueantes aforismos.
En sus Dichos y contradichos, Karl Kraus, para quien una expresión deficiente denotaba una ética deficiente, se acuerda de Confucio: «Si los conceptos no son correctos, las palabras no son correctas; si las palabras no son correctas, los asuntos no se realizan; si los asuntos no se realizan, no prosperan ni la moral ni el arte, la justicia no acierta; si la justicia no acierta, la nación no sabe cómo obrar». Así se explica que este 14 de abril se exhibieran en Madrid pancartas de Stalin, porque solo la memoria lava más blanco que el lenguaje. Bienvenidos todos, todas y todes a la república dependiente del gulag mental.