THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El amor y la amistad

«No se conocen amistades insoportables pero bien se sabe que hay amores que hacen sufrir»

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El amor y la amistad

Joe Hepburn | Unsplash

Empecemos por una reflexión de Borges: la amistad puede prescindir de la frecuencia y el amor no. Amigos íntimos pueden estar meses, quizá años sin verse, y al reencontrarse, seguir tan amigos como siempre y retomar la conversación en el punto donde la dejaron. Se infiere que en la amistad la separación no equivale a ausencia ni la presencia se vive como una anexión. El amigo acompaña sin quitar soledad y la amistad es una suerte de soledad sindicada, recíprocamente cuidada, en la que tanto valor adquiere la palabra como el silencio que la fermenta. La amistad precisa el intervalo, como en un pentagrama la música. El amor sufre con las intermitencias: los amantes exigen proximidad y más aún: sentir el calor de los dos cuerpos contiguos. La lejanía trae ansiedad y en algunos temperamentos celos y paranoia. Para Spinoza el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior; retirada la causa, retrocede el amor. Antes de química o biología el amor es así una mecánica. Para decirlo con algo más de lirismo: llamamos amor a la asociación entre la presencia de una persona y un atacar furioso de violines en el pecho, un staccato del corazón.

Otra diferencia: mientras el amor no se deniega a quien no tenemos motivos para admirar –la persona más mediocre puede y a menudo es objeto del amor más apasionado, causa de innumerables percances biográficos– se diría que la amistad sí requiere que la admiración moral o intelectual no descienda por debajo de un cierto umbral. Los viles no tienen amigos, solo cómplices. De Aristóteles a Voltaire la amistad se ha considerado una virtud; el amor, una pasión. Si la traición mata la amistad, el amor muere por abandono. Quiere esto decir que el amor puede perdonar más fácilmente que la amistad, que es un título para su grandeza, aunque lo empariente también con la locura. La cultura sabe que el amor es caprichoso: de Cupido no hay que olvidar que es un niño con los ojos vendados.

El amor se parece a la curiosidad y la amistad al conocimiento. No se conocen amistades insoportables pero bien se sabe que hay amores que hacen sufrir. A esto ayuda que el amigo conoce la reserva y sabe ahorrar –pero también hacer– un comentario doloroso. El amor, en cambio, milita en la sinceridad: entre amantes se dicen las cosas más dulces y bondadosas y también las más horribles y crueles. Si en la amistad el trato es naturalmente igualitario, en el amor, dice Baudelaire, hay siempre una víctima y un verdugo. «Aunque ambos amantes estuvieran muy enamorados y muy llenos de deseos recíprocos, uno de los dos estará siempre más tranquilo o menos poseído que el otro». En La balada del café triste, Carson McCullers es de la misma opinión: «El amor es una experiencia compartida por dos personas pero eso no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas. Hay el amante y hay el amado, pero estos proceden de dos regiones distintas». Si pudiéramos escoger –que no podemos– todos preferiríamos, dice McCullers, ser el amante al amado, porque es el amante quien determina la cantidad y la calidad del amor; la condición de amado es cosa no fácil de gestionar y sobre la que no tenemos control. Concuerda Auden: «If equal affection cannot be / Let the more loving one be me».

Por supuesto: hay amores felices que, mientras duran, nos convencen de la beatitud de la existencia (la amistad es bálsamo, no esa cura radical que por momentos nos parece el amor). Quien lo probó lo sabe, que diría Lope. Pero es dudoso que haya amores duraderos que no tengan por destino la desdicha (quizá si fuéramos sabios haríamos durar todos nuestros amores un único día con su única noche). El registro inflacionario de divorcios, rupturas y separaciones legitiman la sospecha de que el amor que fundó el azar de un encuentro está hecho para no durar. De nuevo resalta el parangón la amistad. Porque, como sostiene Javier Gomá en un bello artículo, si las cosas del amor van de más a menos, las de la amistad resultan ir de menos a más, como una levadura que se tomara su tiempo. No hay amistades a primera vista: «el mejor amigo es siempre el viejo amigo». No ocurre así con el amor, sometido a la severa jurisdicción de la entropía. Solo los amores que no se consuman son eternos.

¿Cómo neutralizar el efecto deletéreo del tiempo sobre la unión amorosa? La solución de Gomá, tan elegante que se diría antigua, es esta: entregando el corazón a quien merece nuestra amistad, para que eros se apoye en philia y formen juntos una aleación inconmovible, que encuentra su mejor expresión en el amor conyugal. El amor romántico tiene, en cambio, algo de tanático, como si corriera en pos de su propio estertor. Dos amantes –Tristán e Isolda, pongamos por caso– se dan muerte antes de que el mundo y su inconstancia los alcance. A los amigos la muerte no les parecerá una buena idea: arruina la conversación. No hay muertes por amistad: dos amigos siempre querrán llegar a viejos. Pero dado que hay de morir, gustarán de hacerlo juntos, como Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino, Michael Caine y Sean Connery en El hombre que pudo reinar, Susan Sarandon y Geena Davis en Thelma y Louis o tantos matrimonios que supieron imprimir las dulzuras del amor en la roca insobornable de la amistad. Antes o después todos somos Rick en Casablanca, dejando marchar a Ilsa en el avión, para fundar una beautiful friendship. El romance amarillece y el amor que perdura es el que se amasa con la amistad.

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