La leyenda del renacer socialdemócrata en EEUU
«Biden se esfuerza en demostrar que la ‘economía del goteo’ ha muerto, que el individualismo está caduco y que vuelve a ser el momento de la socialdemocracia»
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tiene un ambicioso objetivo: cautivar la imaginación del pueblo americano en esta generación y en la siguiente. Es difícil, pero no imposible, como demuestran las lides de su héroe de referencia.
Hubo una vez un patricio del más exquisito linaje que llegó a ser campeón de la clase obrera. Lo apodaban el«camaleón de traje» porque, dependiendo de las circunstancias, adoptaba una postura o la contraria. Cuando se lanzó a por la Casa Blanca en 1932, prometió una cosa distinta en cada una de las paradas de campaña. En Kansas habló de agricultura; en Utah, del mal estado de los trenes; en Iowa, de aranceles; en Pensilvania prometió rebajar el déficit y en Michigan, cuantiosos desembolsos para acabar con la pobreza.
Ese mes de noviembre ganó las elecciones en 42 de los 48 estados. Dos años después, el partido gobernante amplió poder parlamentario en las legislativas (solo había sucedido una vez en la historia de Estados Unidos), y en 1936 fue reelegido por una mayoría todavía más aplastante: 46 estados.
¿Cuál era el secreto de Franklin Delano (de los Delano del Mayflower) Roosevelt?
Si hubiera que definirlo en una sentencia, según su biógrafo Robert Dallek, sería su capacidad de leer la opinión pública, su fino sensor de los deseos populares. Por algún extraño sortilegio, Roosevelt decía exactamente lo que la mayoría de las personas querían oír. Era un demiurgo, una especie de ventrílocuo de las masas.
Cuando estalló la Gran Depresión en 1929, algunos comentócratas de entonces pensaban que en Estados Unidos habría una especie de revolución bolchevique. No podía ser de otra manera, viendo cómo la economía colapsaba por doquier, las aceras se llenaban de gente durmiendo envuelta en papel de periódico y las colas de la sopa no dejaban de alargarse.
Pero se trataba de un país individualista y borracho, todavía, de la locura de los años 20. El estadounidense medio llevaba años escuchando que sus miserias y fortunas eran responsabilidad suya y de nadie más. Lo decían hasta Los tres cerditos, estrenados en 1933. En el cuento de Disney, el cerdito victorioso, frente a los ataques del lobo, es el que trabaja más duro para construirse una casa de ladrillo.
Las personas no querían asaltar el Capitolio e instalar una dictadura del proletariado; querían conectar entre ellas, trabajar en solidaridad: mano a mano, hombro con hombro. O así fue como lo entendió, certeramente, Roosevelt. El demócrata aprobó 76 leyes en sus primeros 100 días y lanzó la campaña de inversiones públicas más ambiciosa que jamás ha habido en este país. Muchas de las carreteras por las que circulan los norteamericanos aún datan de aquella época, como datan las agencias reguladoras más importantes del Gobierno.
Cual novelista, Roosevelt captó el zeitgeist y trató de moldearlo en sus radiofónicas «Charlas junto al fuego» o en sus encuentros con periodistas, a los que tenía un interesado cariño. Fue el primer presidente que los recibió en el Despacho Oval sin necesidad de pactar las preguntas, 125 a la vez. Roosevelt, pese a no poder caminar, se aseguraba de estrechar las manos de todos y cada uno de los plumillas.
Sea como fuere, se produjo una gran conexión entre el presidente y las masas, una conexión que duraría más que la vida del propio Roosevelt, fallecido al poco de comenzar su cuarto mandato consecutivo, en 1945.
Este fenómeno, en palabras del historiador de las ideas Mark Lilla, autor de El regreso liberal, se llamaría «dispensación»: un resbaladizo término de origen teológico que rehúye descripciones precisas, pero que vendría a significar el comienzo de un gran ciclo. Un gran ensamblaje de prioridades y sentimientos, en el que una gran mayoría política abraza las mismas ideas de base.
La filosofía del New Deal de Roosevelt, su programa estrella, sobrevivió varias décadas al presidente. Incluso los republicanos adoptaron sus esencias: el papel del Estado como suave timonel de las relaciones económicas.
En 1956, el exgeneral y presidente Dwight Eisenhower fue reelegido con una plataforma en la que se incluían, entre otras medidas, aumentar el seguro de paro, proteger el salario mínimo, avanzar en la igualdad salarial de género y ampliar la Seguridad Social a otros 10 millones de norteamericanos. Eisenhower era republicano. Una década larga después, otro conservador, Richard Nixon, creó la Agencia de Protección Medioambiental, aprobó la Ley de Especies en Peligro de Extinción y aumentó los presupuestos del Medicaid, el Medicare y la Seguridad Social, entre otros programas sociales.
En los 48 años que median entre la elección de Roosevelt y la elección de Ronald Reagan, 32 fueron presididos por demócratas. Los demócratas tuvieron un dominio sólido del Congreso y del Tribunal Supremo, y hasta cuando había un derechista en la Casa Blanca, muchas de sus políticas seguían siendo de izquierdas.
Estados Unidos vivía en ese gran ciclo, esa dispensación, según Lilla, iniciada por Roosevelt en 1933.
La idea de la colaboración, sin embargo, esa imagen de gran hormiguero popular que mostraba el cine propagandístico, cada uno haciendo su parte en la construcción de la prosperidad común, se fue desgastando y acabó dejando un paisaje americano herrumbroso: burocracias infladas, desmoralización, ciudades en bancarrota.
Hacía falta un nuevo ciclo, una nueva dispensación. Un relato que cautivara la imaginación de los norteamericanos de una generación y de la siguiente.
Ronald Reagan, igual que Roosevelt, sabía leer los mensajes ocultos en las hojas de té de las audiencias; igual que Roosevelt, ganó sus elecciones por goleada, o, como se dice en Estados Unidos: por «corrimiento de tierras».
La brújula histórica, que durante casi medio siglo había apuntado hacia la izquierda, giraba ahora hacia la derecha: empezaba una era conservadora que sobreviviría a Reagan, inclinando las balanzas parlamentarias y judiciales hacia el lado republicano, santiguando las fórmulas económicas neoliberales y embrujando, también, a los tibios amigos del libre mercado, Bill Clinton y Barack Obama.
Ahora que han pasado 40 años de la elección de Ronald Reagan, Joe Biden no deja de lanzarnos señales: quiere ser otro Roosevelt. Su discurso del pasado miércoles sonó mucho a aquel; fue como escuchar una «Charla junto al fuego», sencilla, paternal, comprensible. Incluso citó directamente al patricio demócrata y animó a sus conciudadanos a que cada cual hiciera su parte. Lo pide y lo refrenda con el mayor gasto público desde los programas de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson.
Las ganas de parecerse a Roosevelt son tan grandes que incluso ha bautizado a su pastor alemán como Major, igual que el de Roosevelt. Y como el de Roosevelt, que una vez mordió en el trasero al primer ministro británico Ramsay MacDonald, el Major de Biden también anda mordiendo al personal de la Casa Blanca.
Pero quizás un país tribalizado no esté para dispensaciones. Joe Biden ganó las elecciones por un margen modesto. Su partido perdió escaños en la Cámara de Representantes y alcanzó un empate en el Senado por la mínima. A nivel de cámaras estatales, perdió New Hampshire. No son mayorías sólidas, ya no en comparación con los años 30, sino con cualquier otra Administración nueva del último siglo.
Aun así, está dispuesto a refugiarse en nuevas y distendidas teorías del déficit para gastar y gastar. Solo su plan de estímulo es dos veces y medio mayor que el de Barack Obama, por no hablar del plan de ayuda a las familias o el de infraestructuras: 2,25 billones de dólares en la más pura esencia del New Deal.
Biden se esfuerza en demostrar que la «economía del goteo» ha muerto, que el individualismo está caduco y que vuelve a ser el momento de la socialdemocracia: un sistema que funciona y que tiene futuro.
Otra cosa es que el conjunto haga clic y que el espíritu de las masas, en un país fragmentado, se alinee con la visión de Joe Biden.