You are Fired!
«Fracasar ha de enseñarse como una derivada positiva de la libertad, la audacia, la experimentación y el crecimiento»
¿Se acuerdan del famoso programa de Trump en la televisión norteamericana, The Apprentice? Me viene muy bien sacarlo a colación hoy para hablar del «fracaso». Este proceso de malogro o resultado adverso era ejemplarizado en ese macabro programa televisivo con la mítica frase que ilustraba el despido mediático de sus concursantes: «You are Fired!».
En España huimos despavoridos de una persona que no ha tenido el éxito esperado en su último empeño personal. «Esa persona es una fracasada», afirma solemnemente el homo ibericus ante el pobre ser humano que inicia un esfuerzo individual y se estrella contra las rocas de su naufragio personal. Pese a haber experimentado una audaz aventura vital, este valiente individuo es convertido en un apestado en nuestra cultura. Existe una obsesión ibérica con estigmatizar la derrota y al derrotado. Fracasar viene etimológicamente del italiano «fracassare», compuesto de «fra», que significa «entre» en castellano, y «quassare», que se traduce como «romperse». El origen de la palabra nos muestra la clave del significado que le damos al fracaso en nuestro cultura: es romperse en dos mitades. Y, como sabemos, lo que se rompe en dos es difícil de recomponer.
Creo que el primer texto en castellano que recoge el vocablo «fracasar» es el Quijote, donde Cervantes lo utiliza, curiosamente, con otro sentido distinto ya perdido en lengua castellana que es el de «derrotar»: «Que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos». Decía que la palabra fracasar aparece por primera vez «premonitoriamente» en las rocambolescas aventuras del ingenioso hidalgo porque este glorioso libro quizá sea el origen de nuestra aversión al fracaso. El Quijote podría ser interpretado como una representación simbólica de la lucha dramática entre el idealismo y la realidad. Es la lucha entre la creatividad, la iniciativa, el emprendimiento y la realidad más mundana (el vulgar materialismo de Sancho). El Manco de Lepanto nos enseña a través de su héroe el fracaso del ideal o la derrota del idealismo. No es por tanto una locura afirmar que Don Quijote, piedra angular de nuestra cultura, representa —equivocadamente— el sentimiento nacional colectivo de fracaso. De aquellos polvos vienen estos lodos y sobre estos cimientos hemos construido España. La conciencia del fracaso, desgraciadamente, no promueve la adopción de nuevos valores, sino la exacerbación de los viejos principios: de ahí la histórica aversión hispánica a adoptar los cambios, como el capitalismo en su origen o el emprendimiento.
El Quijote se publicó en tiempos de declive nacional, cuando el imperio español empezaba su decadencia, la peste bubónica arrasaba la península y el hambre se apoderaba de España (1605). La derrota de la Armada Invencible a manos de Inglaterra y la pérdida de los Países Bajos marcaron un punto de inflexión en el gran imperio español. Así, en nuestra querida España la mayoría de nuestros estudiantes siempre han preferido (me temo que siguen prefiriendo) la seguridad de un trabajo en la administración del Estado, en una gran empresa, o la integración en el colectivismo socialdemócrata, a arriesgarse en el proceso creativo artístico, científico o empresarial.
¿No es hora de que cambiemos de actitud ante el fracaso? Sabemos perfectamente que este es parte del proceso de aprendizaje del ser humano. Cuando caemos presa de un tropezón, hay que rumiar y hacer un post mortem de nuestros errores o de las causas que llevaron nuestra iniciativa al colapso. Nos lo confirma tanto el capital (Henry Ford) y «el fracaso es una gran oportunidad para empezar otra vez con más inteligencia», como la vida espiritual (papa Francisco) y el «ser feliz no es solo celebrar los éxitos, sino aprender lecciones de los fracasos». La experiencia de caer derrotados en unas circunstancias particulares nos evitará en el futuro caer en los mismos errores que nos llevaron al fiasco y nos dará la fuerza necesaria para cambiar el rumbo cuando las circunstancias cambien.
En EEUU el fracaso es una experiencia laboral atractiva, un activo muy apreciado. Es algo que modela la personalidad para mejor. Para los americanos la persona de éxito es el verdadero ejemplo del gran fracasado, porque la mayoría de la gente de reconocido prestigio en el emprendimiento son expertos absolutos en fracasos anteriores. Está completamente aceptado que el fracaso hace madurar, centra y motiva. La motivación viene de procesar la información recogida tras el análisis del origen de ese fracaso y del convencimiento de que si se vuelve a intentar habrá una mejor hoja de ruta. Decía el Dalai Lama que «no conseguir lo que quieres es a veces un maravilloso golpe de suerte». El fracaso en la sociedad americana es un plus, y de ahí que tantísimos estudiantes ambicionen sin miedo luchar en el incipiente mundo del emprendimiento. Porque si fallan una vez salen reforzados y saben que habrá más ocasiones, y cada vez estarán más cerca de su objetivo. Así surgen los «empresarios en serie». En mi experiencia personal, estoy harto de ver compañeros de trabajo que «fracasaron» porque tuvieron que escuchar las míticas palabras en boca de sus empleadores (you are fired) y paradójicamente esto les condujo finalmente a engrosar las listas de emprendedores de éxito porque se vieron obligados a plantearse la opción de iniciar una aventura empresarial.
Finalmente, existe una consecuencia adicional muy perniciosa de nuestra particular aversión española al fracaso, que no es otra que su propia utilización partidista por innumerables ideologías políticas. El miedo al fracaso engendra angustia y recelo en algunos sectores de la población, factores que resultan fácilmente manipulables torticeramente. Inoculando el virus del miedo (acompañado en la actualidad con el fenómeno de la agnosia, incapacidad de procesar la información sensorial, en este caso político-mediática) se consigue generar indefensión. Bajo este embrujo se acepta a veces un temible pacto con el diablo: entregar nuestro bien más preciado (nuestra libertad —o grandes dosis de ella—) a cambio de evitar el fracaso y recibir una falsa protección (en el caso del podemismo, comunismo, chavismo y algunas variantes del socialismo). Es el timo del tocomocho en su máxima expresión.
Tenemos que aprender a asumir nuestra libertad en su totalidad y no buscar continuamente en los demás a los culpables de nuestras derrotas: así seremos libres y abrazaremos el progreso. Fracasar ha de enseñarse como una derivada positiva de la libertad, la audacia, la experimentación y el crecimiento. Enséname a un fracasado y yo veré en él a un hombre libre.
Aprendamos a fracasar. Para ello no hay mejor lección que la de Mario Benedetti: «El fracaso hace bien, es una alarma / nos enseña que somos vulnerables / y con esa tutela nos da fuerzas / para volver de nuevo a la victoria».