15-M: no se pudo
«En el fondo, el tiempo de este Forrest Gump de las revoluciones populares no pareció nunca el de ‘la gente’ a la que dijo representar»
«El sábado pasado participé en la Acampada de Málaga en una sesión sobre la crisis de deuda pública que organizó la comisión de economía de Málaga. Logramos que muchísima gente que por allí pasaba se quedara a escucharnos, y en los últimos minutos éramos claramente más de cien personas. Pero antes de que pudiéramos terminar la sesión algunos elementos de la acampada, visiblemente borrachos, nos increparon y nos instaron a terminar para que pudiera comenzar un concierto punki. Tuvimos que detener el acto y después de que gente del público les reprochara con absoluto acierto su actitud pudimos continuar un rato más. Pero aquella anécdota reflejó las diferentes concepciones de para qué tiene que servir una acampada nacida al calor de movilizaciones políticas».
Lo contaba Alberto Garzón, sí, el hoy Ministro de Comercio, allá por junio de 2011 (Las acampadas amenazan al movimiento 15-M). ¿No es enternecedor?
Yo, como tantos, me acerqué por la Puerta del Sol de Madrid en aquellos días y pude comprobar de primera mano las innumerables aporías que genera la democracia asamblearia, las muchas paradojas e imposibilidades que supone metabolizar las heterogéneas, si es que no incompatibles preferencias del «pueblo en marcha». Aquellos politólogos mejor entrenados y más honestos, esos que tanto rendimiento mediático han extraído desde aquella época, lo sabían perfectamente. Pudieron, como tantos, celebrar esa «vibración popular indignada» como quien se hubiera estremecido con la música punki que habría acallado el debate sobre la crisis de deuda pública en Málaga. Pero no más: la reivindicación embrionaria de Juventud sin Futuro se había forjado al calor de la crisis económica del 2008, pero en esos días importaba también mucho la derogación de la ‘Ley Sinde’ – con la que se pretendía atajar la piratería en Internet–, cerrar todas las centrales nucleares o reformar la ley electoral para abrir las listas, hacer el sistema más proporcional y establecer la circunscripción única. De hecho, esta última, una justa reivindicación de la igualdad política, era la primera de las reivindicaciones en la lista de 16 propuestas aprobada por la Asamblea General de la Acampada Sol, una traducción cabal de algunos de los lemas y proclamas que portaban y coreaban los acampados: «Democracia Real Ya», «Lo llaman democracia y no lo es» y «No nos representan». Como debía saber todo el mundo por allí reunido, una mejora en la ‘representación’ política no era condición necesaria ni suficiente para la satisfacción de ninguna de esas demandas sustantivas. ¿Mira que si se hubiera votado en la acampada a la que se refiere el ministro Garzón y hubieran ganado los punkis? Se aprende en primero de teoría política.
La celebración de los 10 años de aquellas concentraciones y manifestaciones ‘espontáneas’, de la bien entrevista ventana de oportunidad electoral de un conjunto de muy mediocres científicos sociales y politólogos, pero sagaces activistas, ha coincidido con la (aparente) salida de la vida pública de uno de los principales rentistas de aquella ilusión renovadora de la política: el hasta ahora líder de Podemos Pablo Iglesias. En estos días se multiplican los análisis de su figura; se prodigan las loas y panegíricos, algunos sonrojan tanto como los de María Teresa León hacia Stalin («… yo miraba sus manos blancas, nobles, leales, manos de hombre de pensamiento», escribía en 1937) pero sorprende que apenas se haya recordado su decisivo papel en la frustración de la investidura de Pedro Sánchez en marzo de 2016. Conviene recordar que fue su estreno, su tránsito de las musas de la tertulia televisiva y la protesta callejera al teatro de la democracia representativa. Llegaban al parlamento, dijo desde la tribuna, «empujados por la ilusión que se abrió paso como la piedra que David lanzó a Goliat… convirtiendo en proyecto político un sencillo mensaje que lanzó la gente en las plazas: ‘Sí se puede’».
No debe olvidarse que Iglesias y los suyos optaron entonces por la pedrada a un pacto que hoy se recuerda con nostalgia y con el regusto amargo de todo lo que nos habríamos ahorrado. Así, Iglesias y sus huestes escogieron en cambio la vieja estrategia del «cuanto peor mejor», si es que la continuidad del gobierno del PP era lo «peor», claro: fueron capaces de gobernar en coalición con el PSOE con los presupuestos ‘antisociales’ de ese partido.
Pero la duda no es gratuita por otras razones: leído atentamente su artificioso e impostado discurso en la sesión de 2 de marzo de 2016, Iglesias tiene para todos. El PP era, a su juicio, el partido de la corrupción y de los ministros que provenían de un régimen ‘totalitario’; de militantes, como Alejo Vidal-Quadras, «más de derechas que Millán-Astray». Albert Rivera era descrito como un arribista sin principios ni lecturas, que tanto habría liderado a las juventudes comunistas del PCUS (el ‘Komsomol’) como ocupado el puesto de «jefe de escuadra en nuestra posguerra». Y su partido, la «naranja mecánica», una marioneta del IBEX-35. El PSOE, por su parte, el partido del enriquecimiento rápido y del crimen de Estado (Felipe González tiene su pasado «manchado de cal viva», acuérdense de la cara de Íñigo Errejón cuando lo escuchó desde su escaño). A los socialistas se les regañaba por cómo habían tratado a los líderes de la izquierda en el pasado (Anguita, Gerardo Iglesias, Labordeta), aunque también hubo lugar para que, cuando mencionaba la historia de las siglas, Iglesias desplegara esa actitud condescendiente, perdonavidas, con la que tanto se prodigó posteriormente.
En aquel discurso ya habitaba la larva de lo que repetidamente conocimos después: una petulancia intelectual y moral cuyos respaldos apenas sí podían atisbarse; una constante evocación del paraíso perdido del Frente Popular, de la épica de la lucha antifranquista – no perdió ocasión de conmemorar la ejecución de Puig Antich y los sucesos de Vitoria al iniciar su primera intervención en la tribuna de oradores- y una sobre-victimización nunca exenta de agresividad.
Desde entonces, y durante estos diez años, los modos, tonos e intervenciones de Pablo Iglesias no han hecho sino degradar todas las dimensiones de nuestra ágora. Habiendo tenido en sus manos la ‘política social’ apenas si cabe inventariar nada relevante en lo que haya sido protagonista. Nadie como su excompañera de filas, Teresa Rodríguez, para retratar esa desidia: se trata, ha dicho, de una persona con enorme inmadurez y con serias dificultades para comprometerse con las tareas que asume. La única con la que sí se ha empleado a fondo es la de coadyuvar a la ruptura de la integridad territorial española.
Cada vez que Pablo Iglesias ha echado mano de esas épicas ‘frapera’, en cada ocasión en la que ha habido un guiño a las Arcadias de la lucha anticapitalista y antifranquista, he pensado que tras esas actitudes hay una apenas disimulada rabieta existencial por no haber llegado a tiempo: ni a la puerta del Sol 80 años y un mes antes para enarbolar la tricolor cual Pedro Mohíno, ni al malecón habanero el 1 de enero del 59 junto al Ché, Fidel y Camilo Cienfuegos ni al concierto de Raimon en la Facultad de Económicas en el discreto mayo madrileño del 68. En el fondo, el tiempo de este Forrest Gump de las revoluciones populares no pareció nunca el de ‘la gente’ a la que dijo representar.