THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Una carta náutica

«Brines ha sido un maestro, no sólo por su buena poesía sino por su forma de vivir en la poesía»

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Una carta náutica

RAE

Con la muerte de Francisco Brines no sólo se va un poeta, el último de la Generación del 50, ya que a Gamoneda, los capitanes del grupo no lo admitieron nunca como uno de los suyos. A Costafreda, bueno, pero al de León, no. Las directrices barcelonesas pudieron mucho, tanto en los del 50 como en los Novísimos y no sólo por Castellet. Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma pesaban bastante más. Con Brines, ya digo, se ha ido un poeta y un hombre que vivía en la poesía, el último de su generación.

Un poeta lo es plenamente cuando escribe un poema: en esa ceremonia es donde se celebra y culmina. Pero vivir en la poesía es como pertenecer a una secta cuyos miembros participan a los demás el valor, la memoria y la necesidad de ese rito que es herencia antigua y misterio: dar un sentido más puro a las palabras de la tribu. Brines ha hecho ambas cosas pero también se ha ido con él, el último vestigio de una forma de entender la cultura, es decir, la tradición, en nuestro país. Digo último y digo vestigio porque esa manera de entenderla –que venía de atrás– ya no se reprodujo con la Generación del 70, o la primera de recursos publicitarios pop en España, si dejamos de lado aquella empresa amparada en la efigie de Góngora que fue la Generación del 27. Los del 70, que sí hallaron al salir a la calle a los del 27 y a los del 50 con los brazos abiertos, practicaron el solipsismo, lo que creó un vacío que ha contribuido a que el nacionalismo cultural ganara, allí donde está instalado, un terreno que nunca había soñado que fuera tan fácil de ganar.


Sin embargo, los miembros de la Generación del 50 se habían preocupado no sólo por la continuidad de su propio legado poético, sino por la continuidad del legado poético español, del que eran herederos y que era –con todos los añadidos que los significaron: la influencia anglosajona en Gil de Biedma y la alemana en el caso de Barral, por ejemplo– su origen y patrimonio. Por eso a Francisco Brines son muchos los que lo han llamado ‘maestro’. Es una palabra que a mí, particularmente, no me suena bien –sí lo hace en latín o en inglés– pero que en algún caso (no cuando se utiliza adulatoriamente) es cierta. En Brines ha sido cierta; Brines ha sido un maestro, no sólo por su buena poesía sino por su forma de vivir en la poesía. Y en esa forma estaba la enseñanza y la continuidad. No son pocos los que han aprendido junto a él y se han visto encauzados en una rica tradición que el poeta de Elca enriqueció más aún. Me vienen a la mente los nombres de Carlos Marzal y de Vicente Gallego, también el del malogrado Antonio Cabrera, pero hay otros. El que quiso y pudo; Brines siempre estaba.

¿Es esto algo extraordinario? No, porque no debería ser más que la lógica deriva del tiempo en el caudal de la cultura de cualquier sociedad. Pero donde sí estuvo Brines, ya lo dije, otros brillarían luego por su ausencia desde el ensimismamiento narcisista, pendientes sólo de su propia proyección. Siendo los hermanos mayores de los que vendrían después, prefirieron el modelo bíblico de los hermanos de José al de Aarón, que el que habían encontrado ellos. Todo esto produjo el vacío mencionado y en ese vacío que cercenaba la tradición se coló con armas y bagajes la concepción nacionalista de la cultura a través de la relación entre lengua y literatura, que marginaba lo que tuviera que ver con la lengua castellana. Hablo de poesía pero también de novela, hablo de literatura, hablo de cultura; de nada más hablo ahora.

El último poeta del 50 era el feliz reverso de todo eso. Francisco Brines tenía el doble pasaporte y nada decía al respecto que fuera banal o disparatado. Brines amaba la poesía como amaba la vida y en ella también estaban Ausiàs March y Jordi de Sant Jordi y Joan Roís de Corella y amaba la literatura y en ella estaban Joanot Martorell y su Tirant Lo Blanc como estaban Cervantes y El Quijote. Sin cálculos ni excepciones a priori, sin marginaciones, ni predeterminismos, pero sabiendo muy bien a qué tradición pertenecía. Francisco Brines abrió su casa a los poetas y habló y ellos escucharon y aprendieron y eso contribuyó a que en Valencia haya la poesía que hay, que es muy buena. Y desde donde pudo hacerlo –pienso en el Loewe, por ejemplo– les ayudó. Brines abrió su casa como la había abierto Aleixandre años atrás. La abrió como abiertas encontraron los miembros de la Generación del 70 las casas de los supervivientes del 27 y las de los de la Generación del 50. Después ya no se abrieron más casas. Salvo la de Brines, que acaba de irse y siempre estuvo abierta y fue generosa para aquel poeta que quisiera visitarla.

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