La gracia y el esfuerzo
«La gracia se acaba y cambia de preferido. Se cae entonces en desgracia, que no es trance agradable. Cuántas estrellas matinales se hunden antes del atardecer, a menudo en forma de tragedia»
Un tipo de gente hay que me resulta muy molesta: los que saben bailar. Siempre tan contentos, restregándonos su destreza ante nuestra embobada mirada. ¿Por qué saben instintivamente, sin batalla, sin pena, qué paso, movimiento o pirueta sigue a la anterior? ¿Por qué la música y su cuerpo parecen viejos amigos en posesión de un secreto? Me ponen negro. De puro resentimiento. Yo no sé bailar. Seguiría sin saber aunque me diese clases Fred Astaire. Es lo que la gracia tiene: se tiene o no se tiene, y no tenerla, no tiene gracia. A mí, la de bailar, una divina improvidencia me ha la negado. Lo aprendemos de niños: atributos que arbitrariamente se nos vedan otros los poseen, también arbitrariamente.
Uno sabe jugar bien al fútbol, otro cuenta bien chistes, otro come sin engordar, otro es guapo. Son ventajas no aprendidas, regalos de una naturaleza o divinidad dadivosa. «La gracia que no quiso darme el cielo» decía Cervantes de la poesía, sabiéndose un poeta inferior a Góngora o Lope. Pero si nos resignamos a que la fortuna tenga sus favoritos, la gracia otorgada desde el poder político está sometida a un escrutinio mucho mayor, como comprueba el gobierno estos días a raíz de la polémica sobre los indultos a los insurrectos de 2017: no es fácil distinguirla de la injusticia o el privilegio (lean aquí mismo a Josu de Miguel sobre el tema).
Hay un sentido menos frívolo, más profundo, pero no distinto, de la gracia. Aquel que en la teología cristiana se equipara con la benevolencia de Dios que asegura la salvación. «Llena eres de gracia», le dice el arcángel a María, nos cuenta Lucas. Y no sólo la salvación sino el propio acto de la fe parecer requerir de la gracia. En uno de los pasajes literarios que más honda impresión me dejaron de adolescente, el doctor Rieux, el médico protagonista de La Peste de Camus, se enfrenta al Padre Paneloux, tras afrontar una noche de martirio infantil a causa de la enfermedad. El diálogo que sigue es inolvidable: declarando con ira el médico laico al sacerdote jesuita su negativa tajante a creer en un dios que permite el sufrimiento de los niños, Paneloux responde: «Ah, doctor, acabo de entender el significado de eso que llamamos la gracia».
Las gracias son las pértigas de la primera parte de la vida y todos las querríamos para los hijos. Pero en su misma gratuidad anida el riesgo de terminar siendo un problema. Si todo es favor o don, nada es trabajo o conquista. El agraciado deja pasar los años sin labrar un carácter que le proteja de las seguras penalidades la vida o disciplinar un arte que llegado un punto exigirá siempre algo más que una buena predisposición. La gracia se acaba y cambia de preferido. Se cae entonces en desgracia, que no es trance agradable. Cuántas estrellas matinales se hunden antes del atardecer, a menudo en forma de tragedia. Por el contrario, haber carecido de gracias excesivas al inicio de la carrera puede revelarse como una ventaja en el largo plazo. El deber de esforzarse se nos impone como una evidencia, no como un castigo. ¿Y qué es el esfuerzo? El esfuerzo es, como escribía bellamente Daniel Capó, lo que nos pertenece, aquello que es obra nuestra, al contrario de la gracia, que es algo que viene de fuera y nos hace deudores. En última instancia, esforzarse vale más. No se toman truchas a bragas enjutas, decía nuestro esforzado Cervantes, y tampoco es del todo cierto que haya esfuerzos inútiles, pues como poco, observa Roger Caillois, Sísifo desarrolla sus músculos. Saber dónde poner nuestro esfuerzo es el principal mandato ético de cada día. Sudar salva. Cabe también la sospecha de que la propia capacidad de esforzarse sea la mejor gracia a la que aspirar en la ciega tómbola de la vida. Aunque, francamente, sigo pensando que lo daría todo por saber bailar.