THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

La caja de Roth

«Roth fue uno de esos autores que gozó del ‘efecto Borges’, o sea que obtuvo todos los premios literarios de valía mientras, año tras año, se le resistía el Nobel»

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La caja de Roth

Nancy Crampton | Wikimedia Commons

Cuando a Philip Roth le dieron el Premio Príncipe de Asturias no vino a recogerlo. Una reciente operación, dijeron, le impidió viajar a España. Lo creímos o no. Roth fue uno de esos autores que gozó del «efecto Borges», o sea que obtuvo todos los premios literarios de valía mientras, año tras año, se le resistía el Nobel. Se lo habían dado a otro acorazado de las letras norteamericanas, Saul Bellow, pero no se lo darían a Roth, judío como Bellow –con mundos, quiero decir, comunes en tantas cosas– y desde mi punto de vista, mejor narrador que Bellow, que me resulta más denso, intelectualizado y grávido. Philip Roth, por contra, con cuatro anécdotas traza un tapiz narrativo marca de la casa y maravilloso, trate de su próstata, de su padre, de sus abandonos, o de sus jóvenes amantes.

Pues bien, a partir de esta, digamos, deserción de Roth en la recogida de su premio asturiano, se implantó en el jurado la costumbre de sondear al premiado antes de hacer público su nombre, no fuera que se repitiera el desaire y se tuviera que echar mano de plato de segunda mesa, que siempre es desagradable. Sobre todo para el premiado de rebote y para los que se quedan con un palmo de narices. Me acordé de todo esto al leer que el escritor norteamericano había decidido que sus archivos e inéditos se destruyeran, y pensé en la cosa esa de las cajas del Instituto Cervantes donde los nuestros dejaban al principio sus manuscritos y ahora ya sólo falta que dejen una colección de vellos púbicos, como la del marqués de Leguineche, tantas cosas curiosas meten ahí en vez de originales e inéditos (que en eso consistía la idea inicial del IC).

Y al acordarme pensé que de ser Roth un escritor español y abrirse su caja de aquí a –un suponer– veinte años, todos se quedarían con un palmo de narices pues nada habría en ella y se tomaría esa nada como la última burla de Zuckerman o de Portnoy, que tanto da tratándose de Philip Roth. Pero el problema de fondo es otro y ese problema se llama «universidad», una institución con la que Roth fue muy crítico –recuerden La mancha humana, pero no sólo ésta– y de la que siempre se mantuvo independiente aunque diera clases en tres de ellas o, tal vez, precisamente por eso mismo: por haberla conocido de cerca.

Parece que entre los inéditos abocados a la destrucción está un libro que refuta el conocido Dejando la casa de muñecas, que escribió su segunda mujer, la actriz británica Claire Bloom –Candilejas, entre otras muchas– cuando dejó de serlo y pasó a la categoría de «ex». Y si pensamos en la decisión de Roth la encontramos de lo más acertada: una cosa es escribir para expulsar los demonios privados y otra exponerlos a la vista del público, cosa que el autor es dueño de hacerlo o no. En este caso y una vez escrito el libro de revancha contra Bloom, Roth decidió que no, que el mundo y los críticos no tenían derecho a meter sus narices ahí. Y menos aún los pertenecientes al mundo académico que, repito, Roth despreciaba por su posibilismo, labilidad, capacidad de traición, debilidad por los honores y facilidad para vender su alma al último diablo de moda.

El mundo académico ha reaccionado como si le hubiera picado una avispa. Ha criticado que Roth prefiriera a los periodistas y escritores amigos antes que a ellos y que el control sobre su obra no pasara por el cedazo universitario ni siquiera tras su muerte. «Menos aún tras mi muerte»: lo estamos oyendo. Y en un ejercicio cruel contra una de sus némesis –la universitaria– no sólo no quemó él mismo sus manuscritos sino que se los ha dejado a su agente –dicen que hay miles de notas y documentos– para ponerles los dientes largos e impedir su acceso a ese archivo. Hay veces en que la ficción se mezcla con la realidad y otras en que se antepone o la anuncia. Lo que ha ocurrido al conocerse la última voluntad de Philip Roth no es más que la venganza tardía de Coleman Silk –vuelvo a La mancha humana–, el catedrático de lenguas clásicas que por preguntar en clase si dos alumnos que nunca habían aparecido por su aula se habían convertido en «negro humo», fue expulsado de la universidad donde él lo había sido todo. Mientras, sus compañeros miraban hacia otro lado o se ponían del lado de esos dos alumnos, que daba la casualidad –Silk lo desconocía– de que eran, además de unos vagos redomados y conspicuos absentistas, afroamericanos. En fin, ya saben.

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