Horrible imagen de España
«Lo peor para ella de aquella España tan querida, es que se trataba del «país del ruido». Era paciente pero muy gráfica: lo siento así, apenas cruzas los Pirineos, empieza el ruido. No eran las Fallas o los San Fermines, no, era llanamente la gente normal hablando a gritos»
Es bueno (después de un año muy duro, demasiado duro, aún no sabemos todas las consecuencias) que se pueda volver a viajar, y aunque sea con mucha lentitud, se vaya recuperando lo normal. Por ejemplo, los viajes en AVE. Yo hice dos, sólo dos y obligado, en los meses más duros, y no iba mucha gente. Hace unos días fui a Córdoba a celebrar el centenario del gran Pablo García Baena, que de haber vivido, hubiera cumplido cien años. La ida me pareció, digamos que normal, en la vuelta tuve la desdicha -tan frecuente en estos trenes- de que en el espacio de medio vagón, tres personas hablaban por sus móviles con voz tronante o alta, sin el menor cuidado ni consideración hacia quienes íbamos al lado, manteniendo la compostura. No sólo el tono de voz es muy alto y molesta, sino que te ves obligado a oír lo que dicen, que por supuesto no te incumbe. Como no dan auriculares, ni siquiera es posible refugiarse en una película, aunque sea mala. Dicen los otorrinos que es una tendencia natural el subir el tono de voz cuando se habla por el teléfono celular. Algo que pide mayor vigilancia propia. Antes (no lo hacen ya) por megafonía se pedía cuidado -educación- al hablar por el móvil y se rogaba que el que tuviera que hablar se levantara y fuera a la plataforma, esto es, el espacio sin asientos que hay entre vagón y vagón. Este aviso ya no se emite. Gran error. ¿Piensa la Renfe que, por arte de birlibirloque, el pueblo español, de suyo ruidoso, se ha civilizado de repente?
Un señor inglés -hay que conocer al pueblo medio británico para saber su rudeza- de voz, además, muy aguda, literalmente tronaba. Otro español, que iba enfrente del inglés, no sé si alentado por el mal ejemplo, empezó a hablar de sus negocios o trajines en voz muy alta, las expresiones, «una pasta gansa» o «se llevará un pastón», se repetían. Detrás de mí un hombre más joven moderaba más la voz, pero hilvanaba una charla con otra. Enfrente mío -termino- una mujer no joven, preguntaba por un enfermo, y llegaba a decir «¿ha hecho bien las deposiciones?». Confieso que en un momento -la mayoría guardaba silencio, en ese horror de la mayoría silenciosa- me parecía no dar crédito a escena tan chusca y vulgar, falta por entero de educación, que es respeto por el otro. En España (bien antiguo es) al prójimo se le ignora o que le den por retambufa. De verdad, sentí vergüenza de mi país y lamenté no haber pedido el llamado ‘vagón silencio’, que es una bendición en los momentos en que al público le sale el pelo de la dehesa, el lado cabrero y montaraz en su acepción peor. Me horroricé. Pero (por fortuna llegábamos al final) fui yo quien tuve que irme.
Recordé entonces a una antigua amiga, hispanista francesa, que adoraba todo lo español, no sólo la literatura. Pero aquella Annie, había una cosa, sólo una, de la grey hispánica, a la que no pudo acostumbrarse nunca: el ruido. Lo peor para ella de aquella España tan querida, es que se trataba del «país del ruido». Era paciente pero muy gráfica: lo siento así, apenas cruzas los Pirineos, empieza el ruido. No eran las Fallas o los San Fermines, no, era llanamente la gente normal hablando a gritos. ¿Residuos atávicos de antigua vida de montaña, llamando al ganado? Mejor no indagar. Señores de la Renfe, vuelvan a pedir respeto y que se hable por el móvil fuera de los vagones. Somos incorregibles.