Juegos reunidos
«No hay mejor ley de defensa nacional que conocer lo que hay que defender y saber por qué, y esto, por mucha redacción normativa y belicosa que haya, ahora no existe ni por asomo y tampoco se improvisa»
Es como si la vida ocurriera en otra parte y se hubiera decidido que todos jugáramos a La Oca o al Playmóbil. Los asuntos de Estado parecen ahora programas de teleclub parroquial, mientras en esa otra parte sin acceso está pasando la vida y con ella las cosas esenciales para una sociedad, un país, una nación. ¿De verdad vamos a poder ser con suplantaciones del lenguaje, coches híbridos, condenas a la carne comestible, la jerga de vacunas y enmascaramientos, la volatilidad de la identidad sexual, o los preparativos de una ley de seguridad nacional que ríanse ustedes de las guerrillas de Tito, las pañoletas castristas, la Ocupación alemana y lo que haga falta? ¿Esperamos alguna catástrofe o vamos a seguir entretenidos con simplezas hasta el fin de nuestros días? Eso por no hablar de la anestesia que nos ha dejado en herencia el confinamiento, la súbita cercanía de la muerte, el teletrabajo –que es otra forma de aislamiento– y el florecer de las manías como síntoma de una sociedad que no anda muy bien de salud y no sólo por la peste que nos asedia. De las noticias televisivas mejor no decir nada: son un vertedero de sucesos.
O sea que ya no se sabe a qué estamos jugando –si a El señor de las moscas o a Los viajes de Gulliver–, más allá de que son muchas las cosas que parecen un juego de mal fario. Porque más que relevo generacional, esto es el gabinete del doctor Caligari ideando una trastada tras otra para entretener al personal. Un ministro abomina de la carne –de momento sólo de la que nos alimentamos, no de la otra, todo se andará– y propone su desaparición del menú, y va el presidente y hace un elogio del chuletón que recuerda al Aznar de «a mí nadie me dice cuántas copas de vino puedo beber». Y mientras se va redactando en no sé qué vientre del Estado la, por lo visto, imprescindible ley de seguridad o defensa nacional, el mismo presidente del chuletón ha de interrumpir bruscamente una rueda de prensa porque vienen los rusos y necesitamos el Eurofighter que está aparcado en el hangar. Parece de Gila pero no lo es.
¿De verdad se necesita esa ley? Porque mucho más fácil sería restaurar un servicio militar más reducido y efectivo que el anterior, que enzarzarse en hipótesis abracadabrantes donde se puede instalar a un señor de setenta y cinco años vigilando una frontera que no existe, o requisar varias casas de la zona para instalar en ellas un fantasmagórico estado mayor que prevenga la llegada de comandos de otra galaxia. Repito: ¿estamos esperando una catástrofe? Porque a los bárbaros no los esperamos: los bárbaros están dentro, como en el poema de Cavafis. Y uno piensa en cuando Jordi Pujol –que no Aznar, que fue su instrumento y cómplice necesario– eliminó el servicio militar obligatorio y, a partir de ahí, el conocimiento y conciencia de país fue mermando a ojos vista, ya sabía él lo que se hacía. Ahora sus herederos reclaman de vez en cuando un ejército propio al estilo del Tercio de Montserrat –donde sirvió el gran Martí de Riquer– pero al revés.
Es evocar a Martí de Riquer y pensar que no hay mejor ley de seguridad nacional que el conocimiento de la historia, la geografía y el latín –sin olvidar la cultura cristiana de donde viene casi todo– y desde hace tiempo se está a otras. O dicho de otro modo: no hay mejor ley de defensa nacional que conocer lo que hay que defender y saber por qué, y esto, por mucha redacción normativa y belicosa que haya, ahora no existe ni por asomo y tampoco se improvisa. Llevamos tiempo huérfanos de ello y va en aumento. Lo que pasó en Ceuta hace un mes no es más que un ejemplo. Y lo que pasó no fue el desembarco a nado de los jóvenes magrebíes sino nuestro diagnóstico del asunto, que en Rabat aún se están partiendo de risa.
Seguimos, pues, encerrados con una caja de Juegos reunidos y hay para rato, da la impresión. Cuando salgamos de ahí no se sabe si seremos capaces de reconocer lo que veamos, empezando por nosotros mismos. Habrá que empezar a romper espejos. Y ya saben la mala suerte que da eso.