Sobre el perdón
«Supongamos que perdonamos por las circunstancias o los condicionantes, ¿no estaríamos admitiendo, de olvidar, que bajo esas circunstancias y condicionantes nos podrían volver a ofender?»
El del perdón constituye uno de los problemas morales más enrevesados. Buena parte de su dificultad deriva de su aparente sencillez, porque, vamos a ver, ¿no se trata tan solo de que uno se arrepiente, y el otro perdona y olvida? ¿No basta con esto y santas Pascuas, y aquí tan amigos? Nada de eso. De este comportamiento irreflexivo brotan perdones de bajísima calidad, que sin llegar a restañar del todo la herida (o por lo menos el arañazo), propician las condiciones ideales para que se reproduzca en breve la afrenta. En definitiva, un desastre, no solo para el que perdona, sino también para el perdonado, porque ¿no debería ser el perdón, en tanto que peripecia moral, algo así como una educación para quién la recibe?
En realidad (y anticipo aquí, como en esas películas de sobremesa donde parece imposible que el asesino sea otro que el mayordomo, la resolución del artículo) parece que el perdón, para que sea creíble y funcione, para que sea pedagógico y de calidad incontrovertible, debe contener una partícula de lo que se propone enjugar: un remanente de la ofensa.
Pero desplacémonos al otro extremo de las hipótesis, supongamos que sea cierto aquello de «olvido y perdón» que al estilo de «marco incomparable» y de *, casi siempre se citan juntos, de manera que es plausible pensar que no puedan darse el uno sin el otro. Supongamos que alguien nos ha agraviado y ofendido, como persona individual o como comunidad, ¿qué clase de perdón se concedería si fuese acompañado de un inmediato y completo olvido? Supongamos que perdonamos por las circunstancias o los condicionantes, ¿no estaríamos admitiendo, de olvidar, que bajo esas circunstancias y condicionantes nos podrían volver a ofender?
Algo parecido puede decirse cuando la ofensa deriva del carácter. Perdonamos porque alguien «es así», de acuerdo, le damos una segunda oportunidad, y para que sea más creíble nuestra generosidad olvidamos, con el compromiso de no dejarle pasar otra. Pero el olvido, al poner el contador de nuevo a cero, ¿no está abonando en realidad la repetición de la ofensa? Lo que propiciamos al olvidar después de perdonar es que se fomente la impresión de que la afrenta no será demasiado profunda si se le puede atribuir la mayor responsabilidad a las circunstancias y al carácter, y luego olvidarla. Si se repite después de que el olvido haya puesto el contador a cero, ¿no seremos nosotros los inflexibles y dignos, ¡los caprichosos!, si en parecidas circunstancias objetivas y subjetivas que ameritaron el perdón nos negamos ahora a darlo?
Un atajo para todos estos problemas aparece cuando con la ofensa se rebasan los límites privados de la relación y la amistad y el acto transgrede alguna ley civil, aunque no se llegue al crimen. El ofendido se encuentra aquí con el descanso que proporciona la delegación de responsabilidades: la solución (o por lo menos su trámite) pasa del ámbito moral al legal, de manera que el perdón privado queda en un segundo plano, eclipsado por el proceso público. El perdón íntimo puede refugiarse la intimidad mientras los tribunales deciden de acuerdo con la ley. Este procedimiento es particularmente útil cuando las ofensas, injurias y estafas afectan a la comunidad. En casos así el derecho lo hace todo por nosotros, y el perdón darse por satisfecho hasta que termine el castigo comunitario. Es más, cuando el ofensor recupera la libertad (o ha pagado hasta la última moneda que le debe a la sociedad) puede decirse que ha sido «perdonado» por la colectividad. Así se manifiesta el efecto superior (en el sentido de incontrovertible) de la justicia cualquier elucidación moral privada, aunque esta pueda ser contener más resonancia humana.
Quizás sea este el motivo por el que los indultos (sobre todo cuando atañen a ofensas comunitarias) alteren tanto los ánimos de los ciudadanos, en la medida que asuntos que parecían resueltos, o por lo menos delegados a la ley y a los tribunales, se devuelven antes de tiempo a las responsabilidades morales, a los cálculos privados, con el agravante de que ya no podemos contar con el horizonte de alivio de una resolución judicial. ¡Un fastidio! No me extraña, insisto, que se exalten los ánimos, incluso cuando los indultados, al aceptar la gracia, acatan la falta cometida y su propósito de enmienda. ¿De que acusan entonces los ciudadanos a ese Estado que parece haber conseguido el éxito pedagógico que persiguen el perdón legal y el moral: reconocimiento de culpa y promesa de buen comportamiento? Pues de lo mismo que nos quejábamos al principio del articulo sobre esos ciudadanos bien intencionados que deciden olvidar, atribuyendo la responsabilidad de lo sucedido a las circunstancia o al carácter, y disculpando la voluntad del ofensor. La queja en ambos casos enfocan al exceso de confianza, a un exceso de inocencia, de promover un perdón borroso, inseguro, borroso, de baja calidad.
Probablemente la única manera de detener este círculo vicioso que transforma el intento de ennoblecer el perdón con el olvido para ofrecer un perdón de baja calidad sea bajar la pelota al suelo e incluir en él algo de recuerdo. De la misma manera que en ocasiones se necesitan mezclar elementos para que el material nos sirva, un perdón de calidad y útil, que permitiese seguir viviendo, al tiempo que sirviese de advertencia viva para que no repitiera la ofensa, debería incluir residuos de la ofensa. Quizás así no seríamos tan puros y buenos ante nuestros ojos, pero desde luego le ofreceríamos a la sociedad y al ofensor un gesto moral que combinaría la audacia de la generosidad y las reservas de la vigilancia, fuente de toda pedagogía.