El milagro antiliberal de Franco
«La Economía, como han demostrado desde los tecnócratas del Opus en España a los tecnócratas del Partido Comunista en China, no es una religión dogmática sino un arte que se ejecuta siguiendo normas muy distintas según el lugar y el tiempo donde se lleve a cabo»
La prueba de que el general Franco sigue teniendo su público es esa iniciativa de cierta sociedad civil para que Roma lo canonice y eleve a los altares, proyecto de santificación al que una señora Pilar Gutiérrez parece aportar, entre otras evidencias inequívocas de la intervención ultraterrena del difunto, la de la enigmática curación súbita de su gatito Yoko, al que se le había roto el rabo según ella misma ha revelado. Un asunto ante el que el Vaticano, al menos de momento, guarda prudente silencio. Pero, y sin poner en duda el origen último de la sanación repentina del gatito Yoko, si algo se aproximó a la categoría de lo milagroso en la acción de gobierno del último dictador que conoció la historia moderna de España fue la espectacular mutación, tan radical, que sufrió la economía del país a partir de la segunda mitad de su periodo en el poder. Si bien, y contemplado desde una perspectiva actual, lo milagroso no fue tanto la inaudita velocidad de crucero que adoptó el crecimiento durante los años del desarrollismo franquista, con tasas acumuladas de incremento del PIB que solo la China actual ha sido capaz de emular, como el hecho, tan incómodo para los apologetas de la ortodoxia liberal contemporánea, de que tal proeza se logró gracias una políticas económicas que despreciaron todos y cada uno de los dogmas hoy indiscutibles de la economía de libre mercado.
Así, por mucho que cueste admitirlo, desde la honestidad intelectual procede conceder que el auge vivido por nuestro país entre 1960 y 1973, con promedios de crecimiento anual superiores al 7%, ni se había producido nunca antes, huelga decir, ni se volverá a producir nunca más. Y eso se hizo, como ya se ha apuntado ahí arriba, incurriendo el Gobierno en todos los pecados mortales que según los grandes sabios económicos de nuestra época conducen a los países a la pobreza y a la ruina sin remedio. Y es que aquella España de los años sesenta se caracterizaba por poseer la legislación laboral más rígida, reglamentista, intervencionista y corporativa que se pueda imaginar. Al punto de que un empresario que quisiese llevar a cabo un despido declarado improcedente se veía obligado a pagar los sueldos íntegros de cuatro años de trabajo en concepto de indemnización. ¡Cuatro años! Bien, pues había pleno empleo. Pero es que las barreras proteccionistas, fortificadas con todo tipo de aranceles contra el libre comercio, se mantuvieron durante el tiempo que duró el régimen. Añádase el sacrilegio de un Estado volcado en la promoción de multitud de grandes empresas públicas en todos los sectores estratégicos, desde Iberia hasta Seat, desde Endesa a Enagás, desde Telefónica a Tabacalera. Súmese un sistema bancario hiperregulado por el Estado en el que a la represión financiera cabía añadir la existencia de una fuerte banca pública, además de las cajas de ahorros. Por no hablar, en fin, del estricto control de cambios llevado a cabo por el Banco de España. O de la libre movilidad de capitales a través de las fronteras, hoy un axioma indiscutible, convertida en un delito tipificado en el Código Penal y castigado con la cárcel.
Con la mitad de esas restricciones institucionales a la iniciativa privada, a los estudiantes de Economía actuales se les enseña que un país se va necesariamente a la ruina. El problema para los devotos de los principios liberales es que España, y con todo eso, se fue no al guano sino a la Luna merced al crecimiento explosivo que experimentó desde la puesta en marcha del Plan de Estabilización en 1959. Con los máximos respetos al rabo el gatito Yoko, aquello sí que fue un milagro. Igual la España de la segunda mitad el franquismo cuando el siglo XX que la China, el Singapur o la casi totalidad del Sudeste Asiático ahora, en este primer tercio del siglo XXI, encarnan ejemplos paradigmáticos de que la Economía no remite a un saber que se circunscribe a cuatro principios abstractos y universales, sino que requiere de adaptaciones, y en extremo flexibles, de esos grandes principios a las muy variadas condiciones locales de los países donde tengan que ser aplicados. La Economía, como han demostrado desde los tecnócratas del Opus en España a los tecnócratas del Partido Comunista en China, no es una religión dogmática sino un arte que se ejecuta siguiendo normas muy distintas según el lugar y el tiempo donde se lleve a cabo. Escrito en Barcelona el 18 de julio de 2021.