Franquista exaltado
«Ruiz-Giménez apadrinó en la Universidad a un conjunto de jóvenes intelectuales antifranquistas que resultarían decisivos en la conformación de nuestro Estado constitucional tras la muerte del dictador»
Del golpe de Estado llevado a cabo el 18 de julio de 1936 – al que tildó de «jubiloso Alzamiento Nacional»- dijo que constituía uno de esos «enlaces providenciales que revelan en la Historia la mano del Señor…»; que coloca «… un caudillo inspirado de nuestra generación», que «… pudo definir – con verbo en las Sagradas Escrituras- el auténtico quehacer del hombre: ‘Militia est vita hominis super terram». Quien así escribía se presentaba así mismo como «soldado de la Iglesia y de España, que aprendió más en los campos de combate que en el sosegado recinto de las bibliotecas». Quien así se pronunciaba, en 1944, en su tesis doctoral que se publicó como libro bajo el título La concepción institucional del Derecho (páginas 9 y ss.), se llamaba Joaquín Ruiz-Giménez.
En el espíritu anti-liberal de la Ley de Defensa de la República de 22 de octubre de 1931, que definía como acto de agresión a la República, entre otros, la «apología del Régimen Monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación» (castigable con pena de multa de hasta 10.000 pesetas, confinamiento o extrañamiento), el artículo 39.1 del Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática aprobado en el Consejo de Ministros de 20 de julio define como «contrarios a la memoria democrática» y constitutivos de una infracción muy grave (castigable con multa de entre 10.000 y 150.000 euros) los «… actos efectuados en público que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares, y supongan exaltación personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra o de la Dictadura, de sus dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que sustentaron al régimen dictatorial».
¿Fue Don Joaquín Ruiz-Giménez un franquista exaltado y exaltable? Algunos hechos permitirían afirmarlo: aunque sin pegar «un solo tiro» – según su propio testimonio-, D. Joaquín se sumó al bando franquista bajo el mando del general Muñoz Grandes una vez que pudo salir de la zona republicana en julio de 1937. Con Muñoz Grandes coincidiría años más tarde en el Consejo de Ministros en el que, como es bien conocido, ocupó la cartera de Educación. De acuerdo con el estudio recopilatorio de Almudena Portal González (Los muertos del Régimen de Franco entre 1952 y 1975, Aportes, nº 85, 2014), durante esos años se produjeron en España, al menos, 36 ejecuciones de individuos condenados a pena de muerte, muchos de ellos de significado carácter político pues pertenecían al «maquis». Es bien posible que un acto de celebración laudatoria de quienes ocuparon el Gobierno de entonces (junto con Ruiz- Giménez, conocidos jerarcas como Carrero Blanco, Iturmendi Bañales, Fernández Cuesta, y el mencionado Muñoz Grandes entre los 16 miembros de aquel Consejo de Ministros) podría suponer una forma de «descrédito, menosprecio o humillación» de los familiares de los Pedro Adrover Font, Félix García Arellano, Ginés Urrea Pina y otros tantos «luchadores antifranquistas».
El «aperturismo» de Ruiz-Giménez, por no decir franca revisión de su compromiso ideológico previo, le costó su salida del Gobierno de resultas de los «disturbios» universitarios de febrero de 1956, y, desde ese momento, su trayectoria como demócrata, hombre de paz (luchó por la conmutación de las condenas de Conill Valls y Grimau), muñidor y valedor de la reconciliación y futura transición a la democracia es incuestionable. Como la de tantos otros «franquistas», aunque uno tiene la sensación de que la «redención» ha venido operando de modo mucho menos intenso para quienes, habiendo sido igualmente notables dirigentes durante la dictadura, salieron del «lado oscuro» en dirección al centro-derecha.
Ruiz-Giménez apadrinó en la Universidad a un conjunto de jóvenes intelectuales antifranquistas (Elías Díaz, Peces-Barba, entre otros) que resultarían decisivos en la conformación de nuestro Estado constitucional tras la muerte del dictador, e impulsó una publicación esencial que dio cauce a la expresión de la disidencia política y a los anhelos de la superación de las viejas heridas una vez que el régimen dictatorial se liquidara: Cuadernos para el diálogo. En el número 65-66 de agosto de 1966 Ruiz-Giménez evocó la figura de Ángel Galarza, quien fuera Ministro de Gobernación al inicio de la Guerra Civil. No podía sorprender: Galarza propició, gracias a la amistad que le unía con la madre de Don Joaquín, que pudiera salir de la cárcel Modelo en noviembre del 36, donde había sido encarcelado junto con sus dos hermanos, camino de la Embajada de Panamá, en la que permanecieron refugiados hasta julio del 37. Otros no tuvieron tanta suerte y bajo la «gobernación» de Galarza, desfilaron camino de Paracuellos. Entre los varios miles de ellos mi abuelo Cecilio de Lora.
Esa remembranza de Galarza como «hombre de corazón» – en la que Ruiz-Giménez insistió en el libro de Sergio Vilar Protagonistas de la España democrática, publicado en Ruedo Ibérico en 1968- levantó ampollas; podríamos decir, con el lenguaje del Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática de estos días, que pudo suponer para muchas víctimas una forma de «menosprecio, descrédito y humillación». No para mi abuela, católica devota como Ruiz-Giménez, pero sí para un falangista de primera hora como David Jato, que, exaltado en las páginas del diario Arriba (13 de marzo de de 1971) y posteriormente del diario Pueblo (25 de marzo de 1971) llamó «traidor» a Ruiz-Giménez, amenazándole con ir a los Tribunales.
Al régimen de Franco por supuesto no le faltaban recursos, ni le paraban mientes, para reprimir, censurar, multar y clausurar esa forma de posible «traición» a la memoria de «sus» víctimas: Cuadernos para el diálogo, como tantas otras revistas y medios sometidos a las draconianas exigencias de las leyes de prensa e imprenta, sufrió innumerables acometidas. Lo que resulta más extraño es que un Anteproyecto como el de Memoria Democrática incurra en parecidas ínfulas y excesos que contrarían la letra de los derechos básicos consagrados en la Constitución española y su espíritu liberal, «no militante». Entre dichas libertades en peligro destacan precisamente las que D. Joaquín defendió con más empeño en su mejor y más lúcida etapa: la libertad de expresión y de creencias, que no sólo permiten a los individuos salvaguardar su conciencia, sino a todos conocer más y mejor los muchos entresijos y aristas de nuestro complejo pasado.