Hijo de ministra
«Sigo sin entender por qué nunca se elige a un ministro cuya confianza en la educación pública quede probada en su biografía»
Cada persona puede confiar la educación de sus hijos a quien prefiera y admiro a demasiadas personas que deciden llevar a sus hijos a estudiar a la privada. Cualquier vida alberga suficientes contradicciones como para ser respetuoso con las inconsistencias de los otros y los juicios morales sobre las biografías ajenas suelen venir cargados de un afán revanchista muy poco admirable.
Sí creo, sin embargo, que algo se manifiesta en el hecho de que la ministra de educación saliente, Isabel Celaá, y su sucesora, Pilar Alegría, hayan decidido educar a sus vástagos en escuelas privadas. En términos estrictamente personales no puedo establecer un juicio sobre su opción, pero sí creo que estas decisiones adquieren una significatividad estructural.
Más allá de los casos puntuales (salvables y excusables en virtud de la autonomía individual), sigo sin entender por qué nunca se elige a un ministro cuya confianza en la educación pública quede probada en su biografía. En unos meses en los que toda la clase política nos regala sus eslóganes en defensa de la sanidad pública exhibiendo la marca de la vacuna en el brazo, sería reconfortante comprobar que los hijos de las ministras son capaces de compartir pupitre con quienes, por necesidad o convicción, optaron por un colegio público.
Me pregunto qué es lo que temen. Tal vez ninguna de las dos ministras se fíe del cuerpo de funcionarios del Estado al que sirven, o que la diversidad que dicen defender en público les resulte una amenaza para el confort de sus hogares. Es posible, también, que desconfíen del currículum académico que pauta las enseñanzas de la educación en España, aunque lo admirable es que estarían sospechando del mismo itinerario formativo sobre el que ellas y los suyos legislan o legislaron.
Sólo espero que a nuestras ministras no les pase lo que a tantos otros padres que piensan que su Jimena, su Telmo o su Borjita valen mucho y, como desean lo mejor para ellos, no quieren que se mezclen con Wendy o Youssef (contrarios, en su alucinación clasista, de ese óptimo que fabulan). Aunque, por supuesto, el día que Wendy o Youssef ganen una medalla nos propinarán a todos una honda y afectada homilía sobre el valor del mestizaje y la différence en la que los demás llevamos habitando, de forma espontánea y feliz, desde que tenemos conciencia.
Prometo que hasta podría entender el razonamiento si no fuera porque descansa sobre implícitos falsos. Una prueba de ello es que el profesorado de la escuela pública ha aprobado mayoritariamente una oposición, un requisito que no es garantía de nada, pero que sí es un razonable indicador de calidad. Además, pocas cosas resultan más instructivas que compartir tus juegos y tus años de infancia con quienes no son como tú. Es lo que los cursis de ahora llaman «educación en valores», pero en serio.
Creo, además, que la educación pública adquiere un valor civil en sí mismo para quienes defendemos una experiencia republicana de la comunidad política. Sólo hay pólis allí donde hay una suerte (y una desgracia) compartida. Y acudir a la escuela pública es asumir que tu desarrollo, tu aprendizaje y tu porvenir dependerán, a fin de cuentas, de otros que no son tú. Una metáfora perfecta de lo que, a fin de cuentas, será la vida.
Y no se confundan. Este no es un alegato falazmente igualitarista, sino patrióticamente elitista en lo moral. Pero a la francesa. En Francia, los niños listos (sin importar a qué clase social pertenecen) siguen aspirando a estudiar en institutos públicos como el Louis-le-Grand, el Henri IV o el Fénelon. Si me dan a elegir yo querría esto para España y no un país multinivel. Pero para que eso ocurra necesitamos a los hijos de las ministras (y a los de la clase media) en las aulas de la escuela pública.