THE OBJECTIVE
Alfonso Basallo

Apocalipsis, catástrofes, periodistas y predicadores

«La expresividad y el estilo no están reñidos con el afán del periodista por reflejar la realidad sin espejos deformantes, prejuicios ideológicos o tics histriónicos»

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Apocalipsis, catástrofes, periodistas y predicadores

Matt Howard | Unsplash

Decía Léon Bloy «cuando quiero enterarme de las últimas noticias, leo el Apocalipsis». El novelista francés se refería al escrito por San Juan en la isla de Patmos, a finales del siglo I; pero viendo las portadas sobre inundaciones, incendios, y olas de calor que amenazan con ahogarnos o dejarnos achicharrados, cualquiera diría que se refiere al actual cambio climático. Y no me refiero al hecho en sí, sino al tono apocalíptico con el que políticos y tertulianos le dan a la hipérbole, anunciando poco menos que la extinción de la raza humana. 

La sequía estival propicia las serpientes de verano, y los viejos dragones (amenazas nucleares, platillos volantes, profecías neomalthusianas) han sido sustituidos por nuevas calamidades.

No estoy diciendo que no haya que preocuparse por amenazas como las consecuencias del cambio climático, sino que, con demasiada frecuencia, asistimos, a propósito de las mismas, a la sustitución del científico por el político y del experto por el charlatán; así como a la mezcla de verdades científicas, hipótesis por demostrar y profecías que -¡vaya por Dios!- nunca se cumplen. No hablo del qué, sino del cómo. Y del circo televisivo que, sin otro norte que el share, propende al guirigay en detrimento del dato. Al griterío, a la estridencia, al más difícil todavía, a apelar a las pasiones más elementales (miedo, morbo etc.) para tener al respetable pegado al receptor.

Tertulianos y opinadores (inclúyase también a los gobernantes) forman parte de esa troupe. Por dinero, por imagen, por el voto, y son capaces de pontificar de lo divino y de lo humano, con el desparpajo que proporciona su telegenia. No hace falta que sepan de medicina para hablar del COVID, ni de física o geología para hablar del cambio climático, solo hace falta su cara bonita. El actor se aprende el papel, se pone la máscara y unos días hace de héroe, otras de villano, unos días nos hace reír y otras llorar. Se quita luego el maquillaje y pasa por caja.

Lo describió certeramente Neil Postman en el ensayo Divertirse hasta morir (1985), provocador estudio sobre el panem et circenses catódico y cómo ha terminado por devorar la información y la reflexión, imponiendo la trivialización. Unos cómicos resumieron involuntariamente la tesis: «El que piensa, pierde» advertían Les Luthiers en su sátira sobre los concursos televisivos. 

El info-entrentenimiento, denunciado hace 30 años por Postman, se ha apoderado de la vida pública y el circo de tres pistas televisivo ha contagiado a la política y al periodismo, a través de las redes sociales, llenándolo todo de ruido y furia. Y de predicadores.

Sin embargo, lo que busca el usuario no es que le sermoneen o que le abronquen, sino que le presenten los hechos, y le ofrezcan datos para que extraiga conclusiones por su cuenta y riesgo. Y de eso hay muy poco en el mercado mediático de este siglo. Nada que ver con el respeto por el lector del viejo periodismo anglosajón y su divisa «las opiniones son libres; los hechos, sagrados»; o con la esforzada honestidad intelectual de tantos maestros. 

Ahora que se ha publicado la Obra Completa de Chaves Nogales, asombra comprobar que la expresividad y el estilo no están reñidos con el afán del periodista por reflejar la realidad sin espejos deformantes, prejuicios ideológicos o tics histriónicos. Y eso que la actualidad que le tocó relatar se prestaba al melodrama o al trazo grueso: guerras, revoluciones, totalitarismos. Pero Chaves Nogales se esfuerza por no manipular ni los hechos ni a sus lectores. Comenzando por una cautela elemental de todo periodista: no escribir de oídas. En su obsesión por «contar y ver» como testigo directo, estuvo en el Berlín nazi, la Rusia soviética, la Roma fascista; y no escribió sobre Alfonso XIII, Haile Selassie, Charles Chaplin o Goebbels, sin entrevistarlos previamente; ni sobre Juan Belmonte o Juan Martínez, aquel pintoresco cantaor flamenco perseguido primero por los blancos y luego por los rojos en la Rusia revolucionaria. Nada contaba que no hubiera vivido él. Vivido, sufrido, olido, sentido. Y sin tomar partido.

Ya advirtió Josep Pla que el periodista debe observar la realidad como un entomólogo, como el que contempla una lucha de arañas y de moscas, sin inclinarse a un lado u otro, si no quiere convertirse en «un político o un predicador». 

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