El crack
«Toda peste, como toda guerra, produce un crack moral en la sociedad que la padece. Nunca es ex-novo: se incuba antes de su expansión»
Las sociedades no se estropean de golpe sino poco a poco y con esfuerzo o pasotismo de quienes las conforman. ¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita? es la frase más conocida de Vargas Llosa. Tan conocida es que no importa referirnos a dónde sale. Pero puede servirnos para preguntarnos cuándo el COVID o la COVID –sigo haciéndome un lío– nos jodió la vida tal como la conocíamos. Los habrá que dirán que en el momento de su aparición en Wuhan, cuando los más ignorantes en virulentos asuntos víricos creíamos que iba a ser una epidemia local. Pero necesitamos algo más concreto: ¿en qué momento cambia nuestra percepción de la vida y se empobrece no sabemos aún hasta qué límites porque están todavía por llegar?
Toda peste, como toda guerra, produce un crack moral en la sociedad que la padece. Nunca es ex-novo: se incuba antes de su expansión. La pandemia[contexto id=»460724″] que nos ha tocado en suerte ha modificado, por ejemplo, nuestra concepción del tiempo: todo es un continuum del que no se sabe cuándo ni cómo se saldrá y algunos –por edad– no saben siquiera si verán esa salida ahora desconocida. En este continuum donde vivimos, las cosas ocurridas en él pierden su origen y su pasado y hay veces en que tampoco sabemos situarlas muy bien en el presente. ¿Cuándo sucedió tal cosa: a comienzos del 20 o a mediados? ¿O fue a principios del 21? ¿En abril del año pasado o en abril de este año? Tres meses encerrados en casa son una bomba de relojería, como lo son el teletrabajo –alejarnos todavía más de la convivencia social– y la dificultad de la cercanía humana, de la piel y de la voz. Pero todo esto son circunstancias y consecuencias, no la piedra filosofal del crack y sus alteraciones en nuestra vida.
Hay algo que ocurrió a comienzos de la pandemia y que puede considerarse ese crack moral: ¿en qué momento se jodió el Perú, Zavalita? Pues cuando se empezó a hablar de descartar a personas de la ayuda médica extrema y dejarlas morir. La elección: entre un joven de treinta y alguien de setenta, se entuba al primero y se deja morir al segundo y así sucesivamente y bajando la edad. Éste era el riesgo en los primeros contagios, cuando las UCIS iban llenas, ¿recuerdan?, y ese riesgo existe, pero al margen de su causa, su consecuencia es terrible porque instala en la sociedad la conciencia de lo humano prescindible. Hace tiempo que anulamos los consejos de ancianos; menos tiempo que dejamos de escuchar a los mayores (dos formas de incubar el mal); pues bien: ya ha llegado el tiempo del estorbo y la supresión. Y la vía para ello ha sido el COVID o la COVID. Hasta 2019 había existido aquello de las mujeres y los niños primero. A partir de febrero/marzo del 19 se trata de los jóvenes no tanto por sí mismos como en detrimento de sus mayores y eso a la fuerza modifica la noción de la vida tal como la entendíamos.
En las guerras morían los soldados y capitulaban los generales; incluso las normas de los campos de prisioneros eran distintas según se tratara de clase de tropa, suboficiales u oficiales. En la Administración y en las empresas –privadas o públicas– ha ocurrido algo parecido: los trabajadores y funcionarios han realizado, en su mayoría, trabajo presencial –el de toda la vida, vamos– y en cambio los plenos de las instituciones o los consejos de las empresas públicas se han celebrado vía telemática y con guantes de látex. Estas cosas son como el corporativismo y sus privilegios: todo el mundo es comprensivo cuando forma parte de un grupo profesional, pero afila su lengua si se trata de juzgar a otro grupo distinto. Pero todo es filfa frente al hecho de tener que optar entre una vida u otra y sobre todo asumir que esto es así y así ha de ser. Ahí se produce una lluvia ácida que cala profundamente en la sociedad y la deja más a la intemperie aún. El ciudadano –y no sólo por la lenta pérdida de derechos– sabe que es menos de lo que era antes de la peste, pero también sabe que la igualdad y el igualitarismo son ficciones creadas por el resentimiento y la envidia. En la naturaleza no existen y desde nuestro nacimiento tampoco.
Otra cosa es ante la muerte. Saber que puedes ser condenado para salvar a otro le da a uno una inesperada vertiente sacrificial con ecos arraigados en nuestra cultura, pero también le recuerda las prácticas eugenésicas que se realizaron en manicomios y hospicios de Europa en los años 20/30 y que fueron el prólogo –y la justificación científica– de otras prácticas terribles realizadas en los campos de concentración y de exterminio. A esto me refiero cuando hablo de crack moral, sin afán alguno de exagerar. Algo se rompió ahí y no sé si será posible restaurarlo.