La responsabilidad editorial de las redes sociales
«La pregunta es: si está tan claro que las redes realizan una competencia desleal, por qué no se cambia la ley»
Las series norteamericanas siguen la actualidad con una precisión pasmosa. The Good Fight es probablemente el mejor ejemplo. Cuando apenas hemos leído o visto una noticia, ya tenemos la interpretación en la serie. La victoria de Biden, el asalto al Congreso, el caso George Floyd son algunos asuntos dramatizados en la última temporada, que ya se puede ver desde hace semanas.
En uno de los capítulos, se aborda un tema capital para la prensa, la llamada sección 230. Se trata de un apartado de la Ley de Decencia de las Comunicaciones, una norma federal promulgada en 1996 –mucho antes de que nacieran Google o Facebook- para proteger a las nuevas compañías de internet, cuando internet aún no había perdido la inocencia.
La sección 230 establece que «ningún proveedor o usuario de un servicio de ordenadores interactivo deberá ser tratado como el editor o emisor de ninguna información de otro proveedor de contenido informativo». Es decir, que considera a las plataformas meros canales de información y, por tanto, las exime de cualquier responsabilidad editorial.
Ahí está el núcleo de la cuestión de cualquier debate sobre el estado actual de la prensa. La serie, que se centra en las vicisitudes de un despacho de abogados ocupado en litigios sobre cuestiones de actualidad, dedica buena parte de uno de sus capítulos, a una demanda por difamación contra un gran buscador. Se trata de Chumchum, un remedo de Google, que ha hecho circular el rumor de que un vendedor de bicicletas abusaba sexualmente de niños.
El gigante digital, como era de esperar, se acoge a la sección 230 bajo el argumento de que no ha creado ese contenido y por tanto no es responsable por el mero hecho de distribuirlo. Es decir, algo similar a que condenáramos a un quiosquero por un delito cometido por un periódico.
El debate se recrudece incluso entre los abogados del propio despacho que ha decidido demandar al buscador.
‑Si revocamos la sección 23, no existirían las teorías conspiratorias, pero tampoco el #MeToo», ‑hace ver muy certeramente uno de los más jóvenes.
Y se repite el choque generacional cuando uno de mediana edad utiliza este argumento:
‑Sin la sección 230, los periódicos podrían volver a ser competitivos.
‑No volveremos a leer periódicos, abuelo‑, le contesta un pasante descarado.
Pero donde se decide de verdad la cuestión es en el juzgado. Los abogados demandantes contra el gran agregador exponen sus argumentos ante la juez:
‑La sección 230 existe para proteger a las plataformas de internet de ser responsables, pero creemos que eso es inconstitucional, porque contraviene la Primera Enmienda.
Un planteamiento insólito. No es de extrañar que la jueza pregunte:
‑¿Y eso por qué?
‑La Primera Enmienda estipula que el Congreso no debe permitir que ninguna ley que coarte la libertad de prensa‑, explican los abogados.
‑La sección 230 no dice nada de la prensa‑, replica la juez.
‑No, pero en la práctica la ley ha diezmado a la prensa. A través de la sección 230, el gobierno ha inclinado la balanza favoreciendo a las plataformas de internet sobre los periódicos y otros medios de información‑, culmina la abogada llegando al quid de la cuestión.
Los interrogatorios a testigos también ofrecen buenos argumentos para el debate. La letrada pregunta a un director de periódico si conocía las acusaciones sobre pederastia que circulaban por las redes. Él dice que sí, que estaba al tanto. La abogada muestra su extrañeza:
‑¿Y por qué no cubrió su periódico esa historia? Parece noticiable. ¿No?
‑Si fuera cierta, sí‑, responde el periodista.
‑¿Cómo sabe que no lo era?‑, insiste la abogada.
‑Porque me pasé dos semanas investigando los rumores. En el caso de esta historia, no había nada. Solo rumores en las redes.
Solventada la escasa credibilidad de las redes, pasamos al problema económico.
‑¿En qué situación financiera se encontraba su periódico cuando decidió no publicar la historia?‑, se interesa la abogada.
El defensor del buscador protesta, sabiendo que es un punto esencial, y alega que se sale de la demanda. La abogada contraataca:
‑El impacto financiero de la sección 230 para los periódicos es totalmente relevante.
Sigue el testigo:
‑Estábamos sin fondos y cada vez peor. Los anuncios con los que contábamos se habían pasado a internet. Era cuestión de tiempo que no pudiéramos pagar ni siquiera la luz. Ese momento llegó hace seis meses.
La defensa de la plataforma saca la artillería. Y argumenta, no sin razón, que los periódicos han ido a la bancarrota, además, por otros factores distintos a Internet. Por ejemplo, por no haber sabido adaptarse al mundo digital, como en su momento ya sufrieron la llegada de la televisión.
Pero no nos desviemos del punto central del litigio. La teoría de que los periódicos han ido a la ruina porque las redes sociales tienen una ventaja en el mercado, auspiciada por el Gobierno. La abogada demandante esgrime una encuesta sobre las fuentes de información de los lectores. Las cuatro principales fueron: Facebook, Twitter, Google y Chumchum (la ficticia de la serie). A diferencia de los periódicos, ninguna de estas plataformas de información puede ser demandada por difamación, libelo o fraude, lo que lleva a la letrada a preguntar al director:
‑¿No cree que eso puede tener cierta influencia sobre qué historias se publican y qué historias no se publican?
‑Es como una espada de Damocles, reconoce con amargura el editor del legacy paper.
Y aquí se menciona el caso de la página de cotilleos Gawker, que con unos 25 millones de visitas al mes, tuvo que cerrar en 2015, arruinada tras ser acribillada a denuncias. «Esto puede ocurrirle a una página web o a un periódico ‑sentencia la abogada‑, pero no puede sucederle a Facebook.»
Vayamos a otro punto clave. ¿Qué diferencia la forma de trabajar de un periódico o una web de la forma de trabajar de una red social? El interrogatorio a un antiguo moderador de Chumchum lo aclara. Leámoslo sin interrupciones.
‑¿Por qué no sigue usted en Chumchum?
‑Estrés postraumático.
‑¿Qué parte del trabajo era estresante?
‑‘El chorro’.
‑¿’El chorro’? ¿Qué es ‘el chorro’?
‑El flujo constante de «contenido dañino».
‑¿Dañino en qué sentido?
‑En parte, historias tristes, sobre homicidios, en parte contenido político… Nunca cesaba.
‑¿Y lo único que hacía usted era bloquear ‘el chorro’?
‑No, también destacábamos, reposicionábamos y publicábamos artículos.
Muy interesante punto este, donde se intenta demostrar que las redes sociales editan los contenidos, al igual que los medios tradicionales, y por tanto debieran tener igual responsabilidad. Continúa su explicación el llamado «moderador»:
‑En otras palabras, hacía lo que hace un editor de prensa. Me sentía como un editor.
‑¿En el sentido de que bloqueaba contenido pornográfico o violento?
‑En el sentido de que publicábamos clickbait. Si desencadenaba ira o rabia, lo publicábamos. Así es cómo la página ganaba dinero.
‑¿Cada cuánto se reunía usted con su equipo de editores? Disculpe, moderadores.
‑Dos veces al día. Mañana y tarde.
‑¿Y de qué hablaban en esas reuniones?
‑De qué historias eran tendencia.
‑¿Y por tendencia se refiere a…?
‑Historias populares, interesantes, dignas de ser publicadas.
‑¿Las valoraba? Si ustedes deciden qué historias son importantes… ¿qué diferencia hay con lo que hace un equipo editorial?
Dejemos la pregunta en el aire. Si quieren conocer el veredicto de la juez, vean la serie, aunque les advierto de que no es relevante.
La pregunta es: si está tan claro que las redes realizan una competencia desleal, por qué no se cambia la ley. Máxime, teniendo en cuenta que es uno de los pocos asuntos en los que, al menos de cara a la galería, republicanos y demócratas están de acuerdo. La respuesta no puede ser otra que, en el fondo, a los políticos les interesa utilizar las redes sociales. Prefieren dirigirse de forma directa a sus fieles y no depender de mediadores, como han sido tradicionalmente los medios de comunicación que tantos disgustos les han causado. Así lo han manifestado muchos de ellos en múltiples ocasiones.
Dirán que estos debates son cosa de los americanos, tan tiquismiquis con sus asuntos. Pero no es así. En España ocurre algo similar, si no lo mismo. La única diferencia es que los americanos son capaces de explicarlo de forma simple en una serie y nosotros, de momento, no.